martes, 8 de noviembre de 2011

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El viaje había resultado  muy largo para  los pequeños  tripulantes,  quienes después de jugar y merendar, caímos rendidos  en el asiento trasero del automóvil, arrullados por las voces paternas. Pero, en cuanto llegamos a destino despertamos inquietos. La vieja casona de Los Teques, ciudad  a la que antes sólo  habíamos visitado  de vacaciones, nos esperaba, esta vez, por una larga temporada. Observé la casa colonial grande, majestuosa. Luego de bajar las maletas, curiosa ante la aventura que suponía recorrerla, salté sobre el equipaje y atravesé corriendo el zaguán, mientras mi familia se organizaba.
Entré a una sala amplia en la que,  al fondo, dos ventanas muy altas y polvorientas dejaban ver los poyos adosados en sus bases. Me sobrecogió la oscuridad  allí reinante  y salí de prisa  al  ancho recibo rodeado por un patio de cemento. En él había tres jardincitos: dos rectangulares y uno ovalado en el medio, adornado por rosales mustios. Extraños arabescos dibujaban el piso sucio, en larga hilera, hasta llegar al comedor.  Puertas entreabiertas permitieron mi paso a lo largo de  habitaciones  intercomunicadas. Corrí atravesándolas, entusiasmada por  el sonido hueco que producían mis pasos sobre el piso de madera. Más tarde supe que ese sonido obedecía a la  presencia de misteriosos sótanos ubicados bajo los dormitorios. Mi recorrido encontró, al final de los cuartos, un baño de piso de cemento rojo iluminado por una claraboya. El comedor, separado del patio por una  romanilla blanca, conducía a una  cocina con un negro fogón. Por último, encontré dos patios más, una rampa, otro baño, bajo un inmenso tanque metálico de agua, y  otros tres tanques más de cemento,  vacíos, luego, al final, un gran corral sombreado de árboles frutales. Casi exhausta por la carrera, así creía dar por terminado mi primer "tour"por la casa, pero al final del paseo descubrí un ”tesoro”. Se trataba de un montículo de escombros misteriosos y brillantes, ubicado en la esquina derecha del corral. Sobre él brillaban trozos de antiguas vajillas de bordes dorados, flores, pájaros y también restos de vasos y jarrones de cristal. 

Niño vestido de marinero.
Imagen: Web.

Entonces, muy entusiasmada, empecé a coleccionar las piedras preciosas que encontré a mi paso, guardándolas en los bolsillos del abrigo. Así estuve ocupada, hasta que la voz de mi madre interrumpió mi quehacer.
-¡Mariana, ven a cenar; es la tercera vez que te llamo, si no vienes te voy a ir a buscar!  Entonces regresé apurada, pues conocía el tono de voz de mi madre, cuando se enojaba.
Pero al día siguiente, muy temprano, volví a mi "montañita". Luego de mi hallazgo imaginé historias relacionadas con él. Sucesos ocurridos en vidas anteriores a la mía, como por ejemplo, la de un niño  de unos ocho años que vi una mañana sentado en la cima del montículo, vestido de marinero y con varios pedazos de porcelana recogidos dentro de su gorra. Cuando lo vi me acerqué a él y le dije:
-¡Esos “brillanticos”  son míos y tú no me los puedes quitar!
 Me contestó, con  timidez, que los había guardado para mí, pues sabía que me gustaban. Así, pues, muchas veces bien temprano por la mañana, antes de irme  al colegio, me iba al corral a ver si encontraba a Chucho, como dijo llamarse mi amigo. Una vez le conté a mi madre acerca de él, y desde ese momento, sin más explicaciones,  casi siempre fui al corral en compañía de alguien más,  nunca sola. Esa fantasía luego dio origen a otras, pero en mis sueños continuó apareciendo Chucho, quien creció junto conmigo, y se convirtió en un muchacho  alto, desenvuelto y muy ocurrente.
Años más tarde, al pensar en nuestro futuro, mis padres construyeron una bonita casa en Caracas, y se preparó todo para la mudanza. Para ese entonces  yo era  ya una adolescente. El día de la partida llovía a cántaros, pero a pesar del fuerte aguacero,  antes de irme, quise repetir el "tour" que  había realizado en mi infancia, para despedirme de mi vieja y nostálgica casona:  la sala, con sus dos viejas ventanas, donde estuvo la biblioteca de mi  padre y su máquina de escribir. Allí se inició mi pasión por la lectura y también por mis primeros intentos literarios, como  una novela inconclusa titulada "Vacaciones, a los catorce años, a la que mi padre solía celebrar con la imitación de los personajes, en la sobremesa, lo que nos divertía a todos los comensales. Asomada a la  ventana vi pasar la procesión del Nazareno cada año por Semana Santa, llevado por los fieles, a paso lento. También desde allí recibí, muy emocionada,  mis primeras serenatas. Poseída por los recuerdos, recorrí el resto de la casa hasta llegar, por último,  al montículo del corral, -en un tiempo brillante- testigo de mis juegos y pláticas con Chucho. Pero allí, en su lugar, estaba el frondoso árbol de limón francés, que mis padres habían plantado al eliminar mi pequeña "montaña mágica". Por él ahora caían brillantes gotas de agua, como recuerdo de mis antiguas piedras preciosas.
La lluvia arreciaba y bañaba las paredes. Pequeñas cataratas se deslizaban sobre las tejas, cayendo en los canales de desagüe. La niebla envolvía  la  casona, queriendo quizás enjugarle las lágrimas por nuestra partida. Me volví para ver por última vez mi  antigua y querida morada. Un nudo me cerró la garganta, mientras en mi alma se agolpaban  los recuerdos.
Luego, el sonido repetido de la bocina del automóvil y las voces de mis padres,  que me llamaban, apresuró mi nostálgica despedida. Y justo en  el momento en el que salía de la casa y me dirigía al carro,  un estruendo nos  sobrecogió: parte del techo  de la entrada había cedido, agobiado  por el peso  de la lluvia y de los años. Y entonces, en medio del triste espectáculo del derrumbe, alcancé a ver a un lado de la pared del zaguán una inscripción ennegrecida, pero todavía legible: 

“ Te amo, Mariana. No me olvides. Tuyo, para siempre, Chucho.  Los Teques, 28 de octubre de 1884”.
                                                 



Calle Guaicaipuro, No. 32. Imagen:WEB

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