miércoles, 23 de marzo de 2016

REMEMBRANZAS DE SEMANA SANTA

     LOS PASOS DEL MIERCOLES SANTO. FRANCISCO ROLINGSON. 2012. 
     
      Las festividades religiosas en el Los Teques de mi infancia, o en el "Los Teques de antes", como reza la ilustración que encontré en Internet, me lleva hasta aquellos inolvidables años en los que vivimos en la capital mirandina. Antes lo habíamos hecho en Caracas, pero mis padres, decidieron pasar allá una temporada, animados por un tío mío, quien vivía allí con su familia y no cesaba de ponderar el excelente clima tequeño. Pero  sucedió que esa corta temporada se convirtió en una larga década, hasta que, de nuevo volvimos a Caracas.

  Durante ese tiempo transcurrió la vida escolar en el Colegio María Auxiliadora,  y disfrutamos de acontecimientos como Carnaval, Semana Santa, Navidad y las festividades patronales en honor a San Felipe Neri, patrono de Los Teques. Estas celebraciones tenían un gran significado para nosotros, pero de manera especial la Semana Santa.
    
    Nuestra casa, la No. 32 de la Calle Guaicapuro, era una casa colonial, con ancho zaguán y dos ventanas que daban a la calle. Sus patios interiores y el corral hacían las delicias nuestras y de nuestros primos, los Van der Biest, que vivían frente a nosotros, los Paúl, en una casa más moderna, aunque también con zaguán y ventanas a la calle. Como ella estaba ubicada a la altura de la nuestra, con frecuencia podíamos vernos y hablar desde los postigos, menos en diciembre, cuando la neblina y el frío nos lo impedían. Entonces todos viajábamos a pasar la Navidad y el Año Nuevo con nuestra familia en Caracas, para volver los primeros días de enero.

   En Carnaval y en Semana Santa, en cambio, eran los amigos y familiares quienes nos visitaban para disfrutar de las magníficas celebraciones tequeñas. En esas ocasiones ellos se alojaban en las dos casas, y las camas de campaña pasaban de una morada a la otra, según fuese el número de huéspedes de cada una. La algarabía de los más pequeños era inmensa, pues queríamos que la abuela y los tíos se quedara en una de las dos casas, por lo que se echaba a la suerte quiénes pernoctarían en uno y en otro lugar. Entonces quedábamos conformes y se acababan las peleas.

    Pero era siempre la Semana Santa la conmemoración que tenía mayor relevancia familiar, pues el Miércoles Santo la procesión del Nazareno pasaba por la Calle Guaicaipuro, frente a nosotros, a su regreso del recorrido por las diferentes calles del pueblo, hacia la Catedral de San Felipe Neri, de donde había salido en procesión.

 Muy devotas,  ni mi abuela ni mis tías querían perderse por nada del mundo tan grande y bello acontecimiento. La señora Teresita Arleo, nuestra vecina de al lado, adornaba al Nazareno, por tradición familiar, con un arte envidiable, y lo cubría de las más bellas orquídeas mirandinas.

NAZARENO DE LA CATEDRAL DE SAN FELIPE NERI EN LOS TEQUES, ESTADO MIRANDA
    El Miércoles Santo, mi mamá preparaba un exquisito menú para sus invitados, a base de pescado. Unas veces consistía en hervido, y otras en bacalao, que  ella acompañaba con otros exquisitos platos y postres. Entonces todos nos sentábamos a la gran mesa familiar, un poco apretados, pero emocionados por la celebración de la Semana Mayor.
    
   Nuestra expectativa crecía a medida que se acercaba la noche, y luego de una cena temprana, nos íbamos a la sala para tomar puesto en las ventanas. En medio de la algarabía, la mayoría de las veces acompañadas de regaños, buscábamos las velas y sólo nos aquietábamos, cuando cerca de las nueve de la noche aparecía en la esquina de abajo, la bellísima figura del Nazareno, con su traje morado y su cruz a cuestas, al paso oscilante de los penitentes. Lo precedía la Banda del Estado Miranda, que ejecutaba el "Popule Meus". Detrás del Nazareno iba el fiel San Juan, con su manto rojo, y cerraba la procesión la Virgen Dolorosa, muy llorosa  y vestida de negro. Las imágenes descansaban sobre los hombros de quienes pagaban sus promesas vestidos de nazarenos, mientras la multitud rodeaba el paso del Nazareno, en medio de rezos y luces titubeantes. 

   Confieso que ver a Jesús sufrir bajo el peso de la cruz, mientras se ejecutaba la música sepulcral, me conmovía mucho. Mi mamá y mi familiares, al verlo pasar se santiguaban y rezaban. Entonces, bajo la atenta mirada de los mayores, que nos habían encendido las velas, dejábamos correr la esperma caliente sobre las manos,  para ver quién aguantaba más. Luego, observábamos las marcas rojizas y nos jactábamos -cada uno- de haber sido el más valeroso. 


   Al día siguiente, y durante varios días, las aceras y la calle permanecían tan brillantes por la esperma de las velas que los fieles habían alumbrado en la procesión, que parecía que le hubieran pasado una pulidora gigante. De igual manera relucían los poyos  y los barrotes de las ventanas de mi casa. Quizás era ésta la impronta valiente que habían dejado en ellas  y en nuestras manos los cirios, al alumbrar en infantil competencia, el paso vacilante del Nazareno por la Calle Guaicaipuro, la noche del Miércoles Santo.



Caracas, 23 de marzo de 2016


IMAGENES: WEB