martes, 13 de septiembre de 2011

NOCTAMBULA



Me gustaba observar el cielo desde mi ventana, y también las luces de los edificios que circundaban el mío. Imaginaba  las historias que mantenían aún despiertos a sus habitantes, mientras yo recordaba, observando el firmamento,  la repentina partida de mi querido Alex. A veces me sonreía una luna maravillosa junto a las estrellas, otras, solamente me mostraba su perfil. Alguna que otra nube transparente, que se había atrevido a salir de noche, también me animaba. Celosamente, a  veces, la lluvia o el aguacero velaban mi espectáculo nocturno, queriendo ser ellos también  mis amigos.
Una de esas noches, después de haberme acompañado un fuerte aguacero tropical, decidí asomarme a la ventana. El firmamento aparecía limpio y negro como un azabache. No había luna. Solo una estrella brillaba en la lejanía. De pronto se apoderaron de mí el miedo y el asombro, cuando observé cómo esa estrella se acercaba, convirtiéndose en un brillante aparato vertical y cilíndrico que jugueteaba en el aire. Luego, se deslizó entre los edificios vecinos, angostándose -para pasar entre ellos- cuando el espacio no se lo permitía. Para mi perplejidad el cilindro, silenciosamente, realizó varias piruetas  sobre el jardín antes de pararse, por fin, estático, frente a mi ventana.
Fascinada,  observé la luz fosforescente que irradiaba y el vapor que emanaba de las ranuras del artefacto. Parecía el brillante de un Rajá. Pensé entonces que estaba soñando, pues en ese momento veía televisión, y muchas veces, cuando el cansancio me rendía, me unía al elenco de la  pantalla durante una película de ficción. Pero esta vez el televisor estaba a mis espaldas y sólo oía la voz de un chef que hacía gala de sus habilidades.
Mientras observaba el fantástico espectáculo, sentí que una fuerza poderosa me halaba hacia el cilindro luminoso. La atracción ejercida era tan fuerte que, aunque asustada  quise evitarlo, una excitación nunca sentida por mí me empujaba hacia el artilugio volador, mientras se abría una gran compuerta  tras la que unos seres simpáticos y sonrientes me daban la bienvenida obsequiándome con toda clase de comodidades y manjares. De pronto, una atmósfera radiante nos envolvió a todos  y la nave partió hacia la estratosfera. Atravesamos estrellas y rozamos la luna. Pernoctamos en Marte y descendimos finalmente  en un valle verdiazul y  mágico, donde vivo desde hace cientos de años  siderales.



Caracas, junio de 2005

Gráfica tomada de la Web


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