viernes, 31 de agosto de 2012

LAS CICATRICES DEL TIEMPO

      
      Caen las hojas secas en las calles, el viento sopla y comienza a llover. Una chica cierra su paraguas y  entra al Cafe "Les deux Magots" en Saint Germain-des-prés, en el sexto Distrito de París. El café esta lleno. Se sienta a  una mesa hacia la esquina, que logra ver afuera, bajo los toldos verdes, después de mucho esperar. Al fin la ocupa  y, distraída, ve pasar a la gente bajo la lluvia. Parece no esperar  a nadie. Suspira  y se queda pensativa ahora, abstraída del bullicio que la rodea. El mesonero calvo y de bigotes se presenta libreta en mano. Ella ordena una café y un croissant. Al rato  él regresa con el servicio, y coloca sobre la mesa el pedido con la aromática taza de café. Al terminar con el pastel, toma la bebida a pequeños sorbos y  permanece pensativa. Cómo disfrutaba volver a París de vacaciones y recordar los tiempos de estudiante de Economía en La Sorbonne. Cuántos  años habían pasado desde entonces,  tantos, que todo le parecía ahora una película. Un matrimonio, un divorcio. ¿Diez años?

 De pronto recuerda el extraño sueño de la noche anterior, en el que  surgió  la  imagen de Pedro, nítida. No sabía por qué había soñado con él después de tanto tiempo, cuando habían pasado  también tantos años y eran otros los recuerdos más recientes los que le ocupaban la mente. Con Eugenio, por ejemplo. Qué curioso.  Era  tan clara la visión,  que casi podía tocarle el rostro ovalado y percibir, bajo los dedos,  la cicatriz que tenía en la mejilla. Esa marca tan querida para ella, y con la  que él, en los momentos de intimidad  le  gustaba bromear. Eran tan jóvenes entonces, tan locos. Ella se reía cuando le escuchaba decir con frecuencia:
          -Ese es mi gancho, mi vida, ¡Recuérdalo!

Cuando se conocieron, en la adolescencia, él le había contado la historia del accidente que le produjo la herida en la cara,- cerca de la comisura de la boca, en la mejilla derecha-, cuando de chico decidió construir una casa en la copa de un árbol, -al estilo de Robinson Crusoe- y cayó de él.

Y así apareció Pedro en el sueño de anoche, pero esta vez, pleno en su madurez. Los ojos, de mirada profunda la penetraban  con   mirada inquisidora, y, mientras  la saludaba con una cálida sonrisa, la cicatriz  se perdía entre uno de los surcos de la mejilla. ¿Qué habría sido de la vida de Pedro? Su relación amorosa había sido corta, pero intensa, propia de la fogosidad de la adolescencia. Cada uno después siguió su camino, y, cosas de la vida, nunca más habían vuelto a coincidir en ninguna parte. Por unos amigos supo que se había ido a estudiar a Londres, así como ella había decidido luego estudiar en París. Lejos habían quedado los días caraqueños, soleados y hermosos y los paseos a la playa.  Quién sabe dónde estará en este momento.
                                            
María recordó que, todavía, entre sus “tesoros” escolares  tenía la agenda del liceo en la que una vez,  durante  un partido de fútbol en el que participaba,  el muchacho escribió con los dedos manchados de lodo: “Te amo, Mabel. (Su nombre lo había encerrado en un inmenso corazón rojo). Besos de tu, para siempre, Carlos” .  La impronta de ese amor estaba allí, latente, a pesar de los años transcurridos, escrita con su  hermosa caligrafía enlodada.   

La muchacha ordenó otro café, y volvió a retomar los recuerdos. Pero, de pronto,  la voz de un hombre -envuelto en un impermeable- que se había detenido frente a su mesa  la sobresaltó.

-Perdone señorita, pero ¿Está libre esta silla? ¿Puedo sentarme? Todo está lleno y la única silla disponible es ésta.

Cuando la chica alzó la vista para responder al joven, observó que una  cicatriz, muy cerca de la boca, sobresalía sobre su incipiente barba. El la miraba a los ojos, con  mirada inquisidora, mientras una cálida sonrisa le iluminaba el rostro.















Caracas, 09.08.00- Revisado: agosto de 2012 y julio de 2022


IMAGENES: WEB


        

sábado, 11 de agosto de 2012

ALGUIEN MUY IMPORTANTE









Una mañana caraqueña el tráfico comenzaba a desesperar a buena parte de los  afanosos conductores que se dirigían a sus respectivos lugares de trabajo. A esa hora temprana muchos negocios subían ya  sus “Santamarías”; los puestos de revistas y periódicos exhibían su carga mañanera y así todo el mundo estrenaba, para bien o para mal, un nuevo lunes.
Entonces el  semáforo detuvo el tráfico en una esquina de Sabana Grande. En  la parte trasera de una camioneta que ostentaba a los lados de sus puertas con grandes caracteres el aviso “Mudanzas San Judas Tadeo”, iban tres jóvenes con el torso desnudo. Uno de ellos sobrepasaba en estatura a sus otros dos compañeros. Se escuchaban las risas con las que celebraban sus lances amorosos del fin de semana. De pronto el muchacho alto se fijó en una chica rubia  que, justo en ese momento, abría la puerta de la farmacia de la esquina, y, movido por un impulso inexplicable  le dijo:
         -¡Mira muchacha, puedes decirle a tu papá, que algún día voy a pedirle tu mano en matrimonio, no lo vayas a olvidar!
         La  rubia, al escucharlo, le clavó, coqueta, la mirada verde esmeralda en los ojos negro carbón del chico, y por toda respuesta  esbozó una linda sonrisa que parecía un anuncio de crema dental.  "Qué mujer tan bella; sí, lo prometo, algún día me casaré con ella"- se dijo, mientras la veía desaparecer dentro del negocio. Y  atesoró su rostro sonriente en lo más recóndito del alma.
      Las burlas de sus compañeros de trabajo no se hicieron esperar,  y sacaron al chico de su ensoñación:
         -Ja, ja,ja, Julián, vale.  ¿Con qué te vas a casar,  si no tienes dónde caerte muerto, como dicen? Bueno, de ilusiones también se vive...
         -Je, je, je- lo secundó el otro. Lo que pasa es que el  Bachiller se va a ganar la lotería y se va a estudiar al exterior.
         -No se rían, chamos, no se rían, que yo les voy a demostrar que un día yo seré alguien importante! ¡Ya van a ver, ya van a ver, y también serán testigos de que me casaré con esa muchacha, pues serán mis padrinos!- Contestó el joven, amoscado, mientras le seguía la corriente a sus compañeros de faena.
         Durante todo el día, entre cargas y chanzas se prometió a sí mismo que él llegaría a ser alguien importante en la vida, pues iba a surgir. ¿Por qué no? El ya era bachiller y sabía algo de inglés. Lo había aprendido de niño en sus vacaciones, cuando visitaba Güiria con los primos y el Tío Nacho, se los llevaba para Puerto España. Era el premio que recibían todos por sus éxitos escolares. Por eso se esmeraban. En un principio le había costado mucho  entender el inglés,  pero que luego, con la práctica diaria en Trinidad, el empeño puesto en aprenderlo, el idioma anglosajón se le hizo más comprensible. Eso lo ayudó mucho en la escuela secundaria, donde aventajó a sus compañeros del liceo.
        Y con la decisión de surgir en mientes,  fue como Julián solicitó trabajo en varios clubes caraqueños: Ya lo había hecho en el Club Valle Arriba, aledaño al barrio donde vivía. Cuando terminó el contrato, probó suerte en uno de los hoteles caraqueños como barman, y así, en el lapso de dos años  logró reunir cierta cantidad de dinero.  Todos los meses le entregaba  a su madre una parte  y  la otra la  reservaba para el Banco con el fin de realizar su sueño.
      Sucedió, pues, que un  buen día decidió comprarse un pasaje y lo arriesgó todo. Vendió el carrito que, en un principio había comprado para trabajar en una línea de taxis,  y contra las advertencias maternas sobre los peligros de un mundo desconocido, solicitó su visa al Consulado Británico y se marchó a Londres, como se dice en los cuentos,  a correr fortuna.
Allá lo esperaba su amigo, José Da Silva, el hijo del dueño del abasto del barrio, quien hacía dos años vivía en la capital británica, y ahora lo apoyaba, y le ofrecía hospitalidad durante los primeros meses de su llegada a Londres. 

    En la capital inglesa tocó las puertas de algunos pubs y  restaurantes. Como todo inicio, no fue fácil, pero poco a poco se le abrieron las puertas. Cuando decidió visitar la University of London,  le informaron, al igual que hicieron otras universidades londinenses a las que visitó en persona,  que el orden de prioridad de  los cupos se otorgaba, primero   a los británicos, luego  a los estudiantes procedentes de las excolonias británicas y por último  a aquellos otros   estudiantes – como era su caso-,  que vinieran  del  resto del mundo. El profesor que lo entrevistó le recomendó a Julián, eso sí,  tomar cursos de inglés antes de ingresar a la universidad,  “in order to brush your English”. Sí, era necesario mejorar su inglés aprendido en Trinidad y en Venezuela. Y fue así como él se propuso no sólo pulir el idioma anglosajón, sino también sus modales, a la manera inglesa,  sin  llegar a perder el encanto caraqueño que lo caracterizaba.

     Luego de  casi dos años de trabajo y estudio del Inglés, se inscribió ¡Por fin!  en la University of London para estudiar Finanzas. Fue entonces cuando Foncho Mata, su padre, le ayudó, pues le había prometido al hijo, cuando le manifestó su deseo de estudiar en Inglaterra, que tenía que demostrarle que iba a estudiar en serio, pues él "no iba a mantener flojos". 
        Y así pasaron cuatro  años  más hasta que llegó el momento, en el que obtuvo la  Licenciatura en Finanzas en esa universidad londinense. Una vez graduado, decidió que era tiempo de volver al terruño, y aplicar lo aprendido en Venezuela. Gracias a Dios, ya lo esperaba una entrevista de trabajo en Caracas, concertada a través de  Internet. Así, que, ya cercana la hora de partida, se iniciaron  las consabidas despedidas de sus compañeros y profesores.

     Una noche, cuando regresaba de asistir a una de esas despedidas, Julián se dirigía a su apartamento. Un fuerte sentimiento de nostalgia lo acompañaba, pues había cultivado amistades; establecido lazos casi fraternos con ellos.  Recordaba  las chicas, los amores vividos. El otoño le invitaba a caminar , a deambular, y así continuó hasta que el semáforo lo detuvo en la esquina. 
 
     Estos eran los pensamientos que lo invadían, cuando de pronto, en una esquina, con la luz aún en rojo, una chica que estaba a su lado, cruzó la calle en  el justo momento en el que cambió de luces el semáforo. De amarillo a rojo. Apenas sí le dio tiempo de tomarla por el  brazo   y luego por la cintura, al mismo tiempo que le gritaba :
         -¡Deténgase! ¡Stop! ¡Stop!
 Ambos se tambalearon y estuvieron a punto de caer al pavimento, mientras el chirrido de  las  ruedas  de un automóvil  frenaba a su lado. El chofer, más asustado que ellos, se quedó petrificado frente al volante de su automóvil
.
       ¿Está usted bien , señorita? Preguntó Julián , solícito.  La chica entonces levantó  rostro hacia el muchacho. Estaba blanca, como un cirio de iglesia.
        - Sí, muchas gracias, no fue nada, sólo me asustó el frenazo- dijo acomodándose la bufanda y la cartera en el hombro. Venía distraída y no me fijé en el cambio de luces del semáforo.
      El ritmo de su corazón  casi se detuvo al ver la  linda  cara  de la chica. La tomó del brazo para cruzar la calle, cuando la luz verde los autorizó a hacerlo. Entonces la invitó a tomar un café. 

 El le contó que había estudiado Finanzas en la University of London,  y que ahora regresaba a Venezuela, pues tenía posibilidades de trabajar en una de las Filiales de Pdvsa y lo esperaban para la entrevista la próxima semana.
       
La chica, sorprendida  le dijo, mientras lo observaba con atención :
      - Qué coincidencia, Julián, yo también soy venezolana; acabo de finalizar mis estudios en Business Management en el York St. John College y pronto parto para Caracas para encargarme de los negocios de mi padre, una red de farmacias en Venezuela. 

      Mientras Emiliana hablaba,  Julián la miraba sorprendido, desconcertado. El rostro de la chica le resultaba familiar. Seguro que se  trataba de un deja vú, esa extraña sensación que a veces se apodera de uno sin saber porqué. Observaba que  la chica  rubia sentada frente a él era muy linda, que tenía los ojos verdes como esmeraldas y una sonrisa que dejaba ver unos dientes blancos  con un increíble  parecido al collar de perlas que pendía de su delgado cuello. 

¿Acaso habría soñado alguna vez con ella?

Caracas, 30.08.00