jueves, 26 de julio de 2012

¡ADIOS, BONITA!





                                            
Yo bailaba muy juntito a Eduardo, mi maridito durante veintinco años, que ya es mucho decir. Y nos movíamos  tan acoplados como sólo podíamos hacerlo,  luego de más de dos décadas de practicar todo tipo de danzas. Celebrábamos, pues, nuestras bodas de plata en un elegantísimo restaurante, donde una orquesta local interpretaba música de antaño. Sentía la mejilla de mi esposo arder junto a la mía, pero no producto de la pasión, como en otros tiempos, ¡No, no, que va! Esos ardores se habían vuelto más esporádicos con el correr de los años, la fogosidad de la que hablo se debía en este caso,  a la champaña con la que acompañamos nuestra suculenta cena por tan plateado aniversario. Así que, encantados, continuamos dando vueltas por la pista, haciendo alarde de nuestra maestría.

 De pronto la orquesta comenzó a interpretar un bolero que aceleró el ritmo de mi corazón. Como por arte de magia me transporté, vía  ondas alfa  a la tierra del recuerdo ¡Escuché embelesada Bonita, una canción que siempre me recordaba mi adolescencia!                 
El corazón  también me palpitaba cada vez con más fuerza, cuando pensaba en el profesor de Historia del Liceo. Lamentablemente yo no era alumna suya, pues estudiaba con las monjas, pero en cambio, era nuestro profesor de canto y nos ensayaba los aguinaldos en la iglesia para navidad. El tenía veintiseis años y yo  apenas iba a cumplir catorce. Lo admiraba, me sentía atraída por su atlético cuerpo que emanaba una mágica energía cuando lo veía entrar al salón de la Casa Parroquial con su cuatro en la mano, para ensayar los aguinaldos; o simplemente, cuando lo veía de lejos en la calle. Había siempre  alegría en él cuando se dirigía a mí y en su mirada un fuego interior que me calentaba la vida. Su risa  era contagiosa y su voz no se cuándo era más hermosa, si  al hablar o cuando cantaba. En aquel entonces yo desconocía la palabra “sexy”, pero yo  lo sentía así sin saberlo: despertaba en todo mi cuerpo sensaciones maravillosas y desconocidas. Yo sabía que el profesor  tenía novia y se iba a casar con ella pronto, según se rumoraba cada vez con mayor frecuencia entre mis compañeras del coro, quienes conocían mis vaporones cuando lo tenía cerca. El caso era que yo no podía decirle a mi corazón “Estate quieto, porque Tomás  está comprometido y  no es para mí”; no no podía. Un día él me siguió hasta mi casa, y enfrentando mi aparente indiferencia, me dijo: ¡Preciosa! y me entregó una glosa escrita por él que comenzaba diciendo así:  “Bella Eugenia  tu silueta / Celos produce a la luna/ Por juvenil, por inquieta/Te quiero como a ninguna...”. 

 Esa navidad el profesor me regaló un osito de peluche  gris que caminaba  al dársele cuerda. Entonces yo obervaba el lento andar del animalito metálico, que hacía ¡Ric..rac..ric.., rac...ric...rac...!, al darle cuerda,  y pensaba en el profesor...!¡Ric...ric... ric...!... y volvía a pensar en Tomás.

La noche de mi décimo cuarto aniversario escuché bajo mi ventana los acordes de una guitarra. Entonces la voz de tenor de Tomás, clara, hermosa y varonil  llegó hasta mi habitación, a través de los acordes de su guitarra, envuelta en aromas de jazmín:
 “Bonita, como aquellos juguetes que yo tuve en los días infantiles de ayer... Bonita , haz pedazos tu espejo, para ver si así dejo de sufrir tu altivez...” El éxtasis producido en mí por la serenata duró varios días, y todavía yo permanecía bajo su influjo, cuando una tarde, después de clases, vino Margarita, mi amiga y confidente para decirme - alarmada por mi letargo - que debía ser realista y que no podía continuar así. Mi profesor se casaba el sábado de la próxima semana e insistía en que no podía vivir bajo esa falsa ilusión.  

Pero fue después de llorar mucho que comprendí la realidad, la razoné aunque no la acepté. Hasta ahora no comprendo cómo, a pesar de mi tristeza, el día de la boda tuve el valor de ir a la iglesia. Fui a ver a la novia entrar a la nave central acompañada de su padre. Con inmensa nostalgia me imaginaba  que era yo quien entraba a la Iglesia del brazo del mío  hasta el altar, donde me esperaba Tomás. Observé la ceremonia, les vi recibir la bendición nupcial de manos del Párroco, Monseñor Pérez y a través de mi tormenta interior, les vi  salir felices y  recorrer  la nave central hacia la salida. Sonreían saludando a los presentes en la Iglesia, como hacen los novios de la realeza en Europa y en las películas románticas.   De pronto, la sonrisa del novio  al pasar a mi lado se congeló un instante para  sonreir luego al decirme: 


     -¡ ADIOS, BONITA, ADIOS PRECIOSA!


Myriam Paúl Galindo
Caracas, 10.12.00 



IMAGENES: WEB












martes, 17 de julio de 2012

DE IRAS, JUECES PEDESTRES Y SONRISAS




Entonces se produjo un cambio en el rostro del conductor...

Una tarde  me encontraba a bordo de una de los autobuses de la Línea Santa Mónica-El Silencio, de regreso a casa. Estas unidades de transporte, más bien pequeñas, suelen albergar unos veinte a venticinco pasajeros. A esa hora de la tarde, íbamos alrededor de seis  personas dentro del vehículo. La última en abordar la unidad fue una señora con sus dos niños, quien luego de pagar el pasaje se dirigió al asiento trasero diagonal al mío y  sentó a los chicos en el asiento vacío a  su lado. Al chofer, un español - a juzgar por su acento- de mediana edad, pareció no gustarle su actitud, pues no dejaba de mirarla por el retrovisor, mascullando algunas palabras. Fue sólo más tarde, cuando levantó su voz  castiza para  que todos los ocupantes del autobús le escucháramos:
- ¡Eso no puede ser. Aquí todas las personas pagan su pasaje!...


La joven madre, sintiéndose aludida, le contestó:
- Señor,  no se preocupe, que en cuanto suban más pasajeros, me siento los niños sobre las piernas; es sólo mientras tanto, no se preocupe... - Y continuó viendo distraida por la ventana.
Subieron más pasajeros, pero como todavía el autobús no estaba lleno,  la madre, continuaba con los niños a su lado.
El chofer entonces repitió, mientras su piel adquiría un tono rojizo, casi vino tinto y cambiaba las velocidades con fuerza:
- ¡He dicho que aquí todo el mundo debe pagar su pasaje, todo el mundo sin excepción! 
- Señor,  por favor, ya le dije que a su debido momento, me subiría a los niños a las piernas... -alegó la pasajera, sentándolos, asustada en su regazo.
- !Qué piernas ni que nada- increpó ya fuera de sí el chofer- aquí todo el mundo paga su pasaje!
Para el asombro de todos,  de pronto la mujer abrió  el monedero y lanzó las monedas al acalorado conductor, dándole con ellas en la cabeza, en la espalda, al volante, y también a la imagen de San Cristóbal que presidía el vehículo y luego cayendo dispersas por todo el autobús.
El hombre apenas alcanzó a recoger alguna  que otra moneda, mientras  decía ya fuera de sí:
- ¿Qué es lo que está haciendo, mujer? ¿Acaso se ha vuelto loca? ¡No faltaba más, si usted fuera hombre le pegaría!- y diciendo esto continuó manejando, ya fuera de sí.
El clamor de protesta no se hizo esperar. Todos los pasajeros, ya molestos con lo que cosiderábamos un atropello contra la señora, reaccionamos de diversas maneras al observar que la injusticia del chofer y su fuerza- a juzgar por la voz-, debilitaban a la pobre mujer.
- Atrévase a pegarle a la señora para que vea- le dije con tono que no admitía dudas de que pronto mucha más gente me acompañaría.
- ¿Y a usted quién la llamó? No se meta en lo que no le importa-
- Pues da la casualidad- dije parándome de mi asiento de que sí me importa...
- Pero ¿QUIEN LA LLAMO A USTED? recalcó.
- El derecho que tengo como venezolana de defender a una compatriota- contesté enfrentándomele.
El incidente me había puesto casi del color del chofer, quien nuevamente rayaba en la ira.

Luego de la danza de las monedas la mujer y los dos niños se bajaron dando tumbos,  en la parada más proxima, y al pasar a mi lado por el estrecho pasillo sentí un cálido apretón en mi hombro derecho.  Una rabia sorda me volvió al recordar el incidente. Se hizo un silencio. Una calma anormal flotaba como un fantasma dentro de la camioneta. Entonces se bajó un pasajero y, desde la acera, le mostró los puños al conductor. Sólo desde afuera. Luego, continuamos nuestro silencioso y embarazoso camino.
Sentí la mirada fija y furiosa, que el hombre me dirigía por el retrovisor.
Esta me inquietó un poco, al recordar que yo era el último pasajero en bajar de la camioneta -¿Se montarían otros?- me pregunté nerviosa, lo confieso, puesto que la ruta se iniciaba nuevamente después de mi parada: frente a mi casa. Pero nadie más abordó el bus.
-¿ Y ahora qué voy a hacer, Dios mío? Me voy a quedar a solas con él...-pensé mientras trataba de dominar mi inquietud. Pero súbitamente, y no se por qué, una agradable sensación de calor me envolvió el cuerpo y me invadió la calma. El fantasma de la incertidumbre, reinante en el autobús autobús fue desapareciendo poco a poco. Nuevos pasajeros subían y otros bajaban.
¿Por qué voy a tenerle miedo? ¿Por qué?- me pregunté-. Después de todo, yo creo tener gran parte de razón al defender a la señora. Ya casi llegábamos a mi destino. El penúltimo pasajero se bajó. Quedé yo a solas con el chofer. Subíamos por las tortuosas colinas él y yo solos. Yo y él. No se montó en la unidad ninguna otra persona. Me distraje viendo los eucaliptos que dejaban caer sus velos raídos por el viento en los edificios y en las quintas.
Súbitamente, el chofer paró la camioneta como a dos cuadras de mi parada. Le dio a la llave y apagó el motor. Me quedé sentada con un pequeño susto en la boca del estómago. Esperé. Se volteó, y desde su asiento me preguntó con una nueva expresión - casi infantil- y una voz masculina, bonita, bien modulada:
- Señora ¿Puedo hacerle una pregunta?
- Sí, por favor. ¡Cómo no! - contesté tranquilizada por su tono.
-¿Por qué usted la defendió a ella y no a mí?
La sorpresa se reflejó en mi rostro. La tensión volvió momentáneamente. Entonces, como en una película, aparecieron ante  mi vista las escenas de la madre y el chofer; mi intervención y el largo fantasma del silencio, roto ahora por mi interlocutor.
. -¿Que por qué defendí a la señora con los dos niños?
- Sí. Por favor, dígame por qué.
- Bueno, señor, porque creí que  ella tenía más razón que usted...
- Pero  también usted vio cómo me tiró el dinero ¿No se acuerda?
- Claro que lo recuerdo. Eso no lo aplaudo. Pero comprendo que sus constantes recriminaciones la sacaron de sus casillas.
- Es que todo pasajero debe pagar su pasaje
- Ella le dijo que sentaría a los niños en el otro puesto sólo hasta que llegase un pasajero. Usted bien podría haberle hecho el favor, eran sólo unas criaturas, por Dios. No sea tan intransigente.
- Yo no soy intransigente, yo cumplo con mi trabajo.
- Está bien, señor se lo diré, pero tome las cosas con calma la próxima vez. ¿No tiene miedo, que al enojarse tanto, le de algo, un infarto...?
- ¡No, señora, entonces ya hace tiempo que me hubiera enfermado, con tánto disgusto que pasa uno!...
- Bueno, allá usted, pero sea más tolerante con los pasajeros, no le cuesta nada ser amable.
Me miró esta vez sin decir nada y retomó el volante ya más tranquilo y pensativo. Cuando nos acercábamos a mi casa, le indiqué el sitio donde me iba a bajar. Y luego, al descender, me volteé para decirle sonriendo:
- Déjeme decirle algo más señor, usted no tiene derecho...
- ¿ Derecho a qué , señora? -preguntó sorprendido y mirándome todavía preocupado.
- Usted es muy guapo, y no tiene derecho a ponerse tan feo, enojándose,  desfigurándose con la ira. No señor, usted no tiene derecho...
Entonces se produjo un cambio en el rostro del conductor que lo hizo embellecer sus facciones rectas, hispánicas. Sin contestarme una sola palabra, arrancó nuevamente, mientras se ponía los anteojos de sol, se miraba por el retrovisor y silbaba una melodía suave y acompasada como el andar de la camioneta por las pacíficas y arboladas calles de Santa Mónica.

Caracas, 1985



IMAGENES: WEB 


miércoles, 11 de julio de 2012

HAIKUS DE LA PRIMAVERA




                                           


Cantan las aves,  
se apagó la noche.
Brilla el día.
                                              
Calienta el sol.
La brisa mañanera
mece la flora.

Duerme el buho;
despierta la pereza
su quieto sueño.


Brotan capuyos,
caen las hojas secas;
vienen las nuevas.

Un niño pide
el tibio alimento
a su mamita.

                                               
Nace un bebé;
alguien nos abandona.
La vida sigue.

Trinan las aves
en redes invisibles.
¡Es Primavera!



Caracas, 4 de julio de 2012
Imágenes de la WEB.

viernes, 6 de julio de 2012

ENTRE HUIDAS Y ESCAPES






Brindamos por nuestra naciente amistad (WEB)


          Conocí a Diego Volador cuando fui a cubrir  un congreso  sobre mercados de capital que se llevaba a cabo aquí en Caracas. Yo me hallaba tomando un refrigerio, y él se encontraba a mi lado. Iniciamos una rápida conversación relacionada con el evento que se inauguraba esa misma mañana; su importancia para el país y la gran cantidad de gurúes de la economía internacional que asistiría al evento. Luego, me quedé a la inauguración y a las primeras ponencias del día para luego irme al diario en el que trabajaba. Una vez terminadas mis actividades, a eso del mediodía me dirigía al automóvil, cuando la alta y delgada figura de Diego me interceptó el paso diciéndome:
-Usted no se puede ir todavía, señorita.
-¿Y por qué no puedo hacerlo y quién me lo impide?- le contesté sonriendo.
-Yo, porque la invito a almorzar- me dijo mientras sostenía entreabierta la puerta de mi  automóvil.
Entre bromas le contesté que no podía hacerlo, pero que otro día, con mucho gusto aceptaría la invitación. En ese momento tenía que ir a la redacción del periódico para escribir mi artículo destinado a la edición vespertina. Quedamos entonces, luego de intercambiar nuestros números celulares, en que él me llamaría. Y, efectivamente, eso ocurrió dos días después. Nos encontramos en un restaurante del este cerca de mi oficina a la una de la tarde. Brindamos por nuestra naciente amistad y disfrutamos de un rico almuerzo a la italiana. Esa fue la tercera cita entre Diego y yo, luego siguieron otras que encendían con un peligroso fuego la necesidad de repetirlas.
Pero estos encuentros, cosa curiosa, nunca se presentaban por las noches, sólo a mediodía en los diferentes restaurantes del este de la ciudad, según lo negociáramos, de acuerdo a nuestras respectiva agendas de trabajo.
En una oportunidad, me puse a pensar seriamente en esta situación. Por más que le insistiera a mi enigmático y atractivo amigo que para variar, fuéramos a cenar, o incluso solamente a tomar una café vespertino, siempre me respondía con una excusa. Le pregunté si  era casado y me contestó sonriendo que estaba separado, pero que más adelante me hablaría de ella. Luego, mostrando  gran habilidad me cambió de tema, mientras llamaba al mesonero.
Un día lo invité a almorzar a mi apartamento. A la apetitosa comida preparada por mí, siguió una reconfortante siesta que se prolongó hasta las cinco de la tarde, hora en la que Diego se dirigía a la universidad a dictar su clase de post grado en la Facultad de Economía. En medio del ardor amoroso le hice prometer que una noche saldríamos al teatro, y luego, a cenar juntos. Y así fue.
El sábado siguiente por la noche, tal como habíamos programado, fuimos al teatro y más tarde a uno de los restaurantes cercanos. Cuando ya habíamos ordenado, mi amigo se  paró un momento para ir al  baño,  pero  en el camino se encontró con  varias personas que entraban al local,  entre ellos dos señoras y tres pre adolescentes.  Lo besaron, abrazaron  efusivamente y le pidieron que se sentara con ellos. Escuché  que le decían que habían ido al cine, y  que luego decidieron ir a comer algo. Noté que una de las señoras lo miró muy sorprendida; la otra le invitó a sentarse con ellos.  Entonces vi cómo Diego, muy nervioso, aceptó la invitación, en medio de la algarabía de los chicos. A los pocos minutos escuché que mi celular repicaba dentro del bolso, pero sin ver el mensaje, me paré, pasé al lado de Diego sin determinarlo y me dirigí hacia la salida del restaurante.

Escuché que mi celular repicaba dentro del bolso (WEB)



Caracas, 26 de enero   de 2011