Hace poco menos de un
año, yo era un hombre del montón: con más pesares que placeres. Cumplía con el
trabajo, cuando lo había, porque el dinero no abundaba. Hacía trabajos de plomería, albañilería y pintura. Me apodaban
el "Todero". Pero, a pesar de cumplir con
la gente, muy poca me pagaba. Yo debía de andar
detrás de los clientes para que lo hicieran. La respuesta de siempre era:
“Hoy no puedo, venga mañana” o “Mi marido no está en casa, venga el quince”. O
sea, que casi siempre estaba limpio y
haciendo malabarismos para llevar la comida a la casa. Mi mujer trabajaba en
una fábrica de ropa interior, y entre los dos manteníamos los hijos y la casa.
Un día temprano iba a buscar un material a una ferretería cercana a la iglesia, cuando sentí que una señora que salía de misa me agarró por el brazo y me dijo:
- Ayúdeme, señor, por favor, que me desmayo.
Un día temprano iba a buscar un material a una ferretería cercana a la iglesia, cuando sentí que una señora que salía de misa me agarró por el brazo y me dijo:
- Ayúdeme, señor, por favor, que me desmayo.
La sostuve para ayudarla a caminar,
pero la señora se desplomó. Entonces, pedí auxilio, pero como todos parecían ocupados, paré un taxi y llevé a la doñita al hospital, donde permaneció
algunos días. La fui a visitar varias veces. Una vez le llevé flores y se puso
a llorar de la emoción.
- Gracias, hijo mío por acordarte de mí. Ya ni mis hijos lo hacen. ¿Cómo te llamas?
- Gracias, hijo mío por acordarte de mí. Ya ni mis hijos lo hacen. ¿Cómo te llamas?
- Cándido
Ovejo, señora –respondí, para preguntar a mi vez: ¿Y cuál es su gracia?
- Dadivosa
Pérez –contestó, feliz de conversar con alguien.
Entonces me contó que
sus hijos se habían ido al exterior hacía varios años y ya ni se acordaban de
ella, pues, si acaso, la llamaban por Navidad.
Tenía algunos parientes lejanos
en Venezuela, pero casi invisibles.
No se por qué razón,
continué visitándola cada vez que podía, llevándole siempre alguna fruta que
los médicos permitían. Algunas veces me
acompañaba mi mujer, pero las visitas eran cortas en consideración a su gastado
corazón.
Un domingo por la tarde,
cuando entré la habitación general, encontré su cama vacía: doña Dadivosa había
partido esa mañana. Mi esposa y yo lamentamos lo ocurrido y nos encargamos de
localizar a alguno de sus parientes, sin éxito alguno. Entonces nosotros la
despedimos; era lo menos que podíamos hacer.
Pasaron unos meses y un
día me llegó una comunicación de un bufete de abogados; me pedían pasar allá
“para asunto que me concernía”. Me asusté un poco, porque yo no tenía ningún
problema legal qué resolver. Esa noche ni mi mujer ni yo pudimos dormir bien.
Al día siguiente, cuando me dirigí al bufete, esperé dos largas horas bastante
inquieto, antes de entrar a ver al Dr. Justo Jaleo, quien firmó el oficio
enviado a mi casa.
El Dr. Jaleo, un hombre
flaco y solemne, me saludó ceremoniosamente y luego de pedirme que tomara
asiento, me solicitó la cédula de identidad. Luego, cotejó detenidamente la
foto del documento con mi cara, mientras me preguntaba:
- ¿Usted
conoció a la señora Dadivosa Pérez, señor Ovejo?
- Sí,
señor, la conocí – respondí, tragando seco.
En seguida me solicitó que relatara
cómo y en qué circunstancias había trabado amistad con ella.
- Entonces
les expliqué lo que ocurrido cuando la señora Pérez perdió el sentido.
Luego de escuchar la
narración de los hechos, se paró con mucha parsimonia y se dirigió a mí. Fijó
sus lejanos ojos tras los lentes de
fondo de botella en mí. Yo temblaba cuando se
acercó para comunicarme:
- Lo
felicitamos, señor Ovejo. La señora Dadivosa Pérez lo ha nombrado a usted su ¡Heredero universal!
No pude escuchar el
resto, pues esta vez fui yo quien se desmayó.
Caracas, 05.10.2008
IMAGENES: WEB
Caracas, 05.10.2008
IMAGENES: WEB
Cuento basado en un hecho de la vida real, publicado en mi blog "Los Cuentos de Tía Mymi" http://www.cuentosdetiamymi.blogspot.com
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