martes, 27 de octubre de 2015

CANDIDO OVEJO

                                           

Hace poco menos de un año, yo era un hombre del montón: con más pesares que placeres. Cumplía con el trabajo, cuando lo había, porque el dinero no abundaba. Hacía trabajos de plomería, albañilería y pintura.  Me apodaban el "Todero".  Pero, a pesar de cumplir con la gente, muy poca me pagaba. Yo debía de andar  detrás de los clientes para que lo hicieran. La respuesta de siempre era: “Hoy no puedo, venga mañana” o “Mi marido no está en casa, venga el quince”. O sea, que casi siempre estaba  limpio y haciendo malabarismos para llevar la comida a la casa. Mi mujer trabajaba en una fábrica de ropa interior, y entre los dos manteníamos los hijos y la casa.
Un día temprano iba a buscar un material  a una ferretería cercana a la iglesia, cuando sentí que una señora que salía de misa me agarró por el brazo y me dijo: 

                               
Ayúdeme, señor, por favor, que me desmayo.
La sostuve para ayudarla a caminar, pero la señora se desplomó. Entonces, pedí auxilio, pero como todos parecían  ocupados, paré un taxi y  llevé  a la doñita al hospital, donde permaneció algunos días. La fui a visitar varias veces. Una vez le llevé flores y se puso a llorar de la emoción.
      - Gracias, hijo mío por acordarte de mí.  Ya ni mis hijos lo hacen. ¿Cómo te llamas?
     -  Cándido Ovejo, señora –respondí, para preguntar a mi vez: ¿Y cuál es su gracia?
      -   Dadivosa Pérez –contestó, feliz de conversar con alguien.
  Entonces me contó que sus hijos se habían ido al exterior hacía varios años y ya ni se acordaban de ella, pues, si acaso, la llamaban por Navidad.  Tenía algunos parientes lejanos  en Venezuela, pero casi invisibles.
  No se por qué razón, continué visitándola cada vez que podía, llevándole siempre alguna fruta que los médicos  permitían. Algunas veces me acompañaba mi mujer, pero las visitas eran cortas en consideración a su gastado corazón.
  Un domingo por la tarde, cuando entré la habitación general, encontré su cama vacía: doña Dadivosa había partido esa mañana. Mi esposa y yo lamentamos lo ocurrido y nos encargamos de localizar a alguno de sus parientes, sin éxito alguno. Entonces nosotros la despedimos; era lo menos que podíamos hacer.
  Pasaron unos meses y un día me llegó una comunicación de un bufete de abogados; me pedían pasar allá “para asunto que me concernía”. Me asusté un poco, porque yo no tenía ningún problema legal qué resolver. Esa noche ni mi mujer ni yo pudimos dormir bien. Al día siguiente, cuando me dirigí al bufete, esperé dos largas horas bastante inquieto, antes de entrar a ver al Dr. Justo Jaleo, quien firmó el oficio enviado a mi casa.
  El Dr. Jaleo, un hombre flaco y solemne, me saludó ceremoniosamente y luego de pedirme que tomara asiento, me solicitó la cédula de identidad. Luego, cotejó detenidamente la foto del documento con mi cara, mientras me preguntaba:
       - ¿Usted conoció a la señora Dadivosa Pérez, señor Ovejo?
       -  Sí, señor, la conocí – respondí, tragando seco.
En seguida me solicitó que relatara cómo y en qué circunstancias había trabado amistad con ella.
     -   Entonces les expliqué lo que ocurrido cuando la señora Pérez perdió el sentido.
Luego de escuchar la narración de los hechos, se paró con mucha parsimonia y se dirigió a mí. Fijó sus lejanos ojos  tras los lentes de fondo de botella en mí. Yo temblaba cuando se  acercó  para comunicarme:
      - Lo felicitamos, señor Ovejo. La señora Dadivosa Pérez  lo ha nombrado a usted su  ¡Heredero universal!
No pude escuchar el resto, pues esta vez fui yo quien se desmayó.

 Caracas, 05.10.2008
 IMAGENES: WEB



Cuento basado en un hecho de la vida real, publicado en mi blog "Los Cuentos de Tía Mymi" http://www.cuentosdetiamymi.blogspot.com


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