Entonces se produjo un cambio en el rostro del conductor... |
Una tarde me encontraba a bordo de una de los autobuses de la Línea Santa Mónica-El Silencio, de regreso a casa. Estas unidades de transporte, más bien pequeñas, suelen albergar unos veinte a venticinco pasajeros. A esa hora de la tarde, íbamos alrededor de seis personas dentro del vehículo. La última en abordar la unidad fue una señora con sus dos niños, quien luego de pagar el pasaje se dirigió al asiento trasero diagonal al mío y sentó a los chicos en el asiento vacío a su lado. Al chofer, un español - a juzgar por su acento- de mediana edad, pareció no gustarle su actitud, pues no dejaba de mirarla por el retrovisor, mascullando algunas palabras. Fue sólo más tarde, cuando levantó su voz castiza para que todos los ocupantes del autobús le escucháramos:
- ¡Eso no puede ser. Aquí todas las personas pagan su pasaje!...
- ¡Eso no puede ser. Aquí todas las personas pagan su pasaje!...
La joven madre, sintiéndose aludida, le contestó:
- Señor, no se preocupe, que en cuanto suban más pasajeros, me siento los niños sobre las piernas; es sólo mientras tanto, no se preocupe... - Y continuó viendo distraida por la ventana.
Subieron más pasajeros, pero como todavía el autobús no estaba lleno, la madre, continuaba con los niños a su lado.
El chofer entonces repitió, mientras su piel adquiría un tono rojizo, casi vino tinto y cambiaba las velocidades con fuerza:
- ¡He dicho que aquí todo el mundo debe pagar su pasaje, todo el mundo sin excepción!
- Señor, no se preocupe, que en cuanto suban más pasajeros, me siento los niños sobre las piernas; es sólo mientras tanto, no se preocupe... - Y continuó viendo distraida por la ventana.
Subieron más pasajeros, pero como todavía el autobús no estaba lleno, la madre, continuaba con los niños a su lado.
El chofer entonces repitió, mientras su piel adquiría un tono rojizo, casi vino tinto y cambiaba las velocidades con fuerza:
- ¡He dicho que aquí todo el mundo debe pagar su pasaje, todo el mundo sin excepción!
- Señor, por favor, ya le dije que a su debido momento, me subiría a los niños a las piernas... -alegó la pasajera, sentándolos, asustada en su regazo.
- !Qué piernas ni que nada- increpó ya fuera de sí el chofer- aquí todo el mundo paga su pasaje!
Para el asombro de todos, de pronto la mujer abrió el monedero y lanzó las monedas al acalorado conductor, dándole con ellas en la cabeza, en la espalda, al volante, y también a la imagen de San Cristóbal que presidía el vehículo y luego cayendo dispersas por todo el autobús.
El hombre apenas alcanzó a recoger alguna que otra moneda, mientras decía ya fuera de sí:
- ¿Qué es lo que está haciendo, mujer? ¿Acaso se ha vuelto loca? ¡No faltaba más, si usted fuera hombre le pegaría!- y diciendo esto continuó manejando, ya fuera de sí.
El clamor de protesta no se hizo esperar. Todos los pasajeros, ya molestos con lo que cosiderábamos un atropello contra la señora, reaccionamos de diversas maneras al observar que la injusticia del chofer y su fuerza- a juzgar por la voz-, debilitaban a la pobre mujer.
- Atrévase a pegarle a la señora para que vea- le dije con tono que no admitía dudas de que pronto mucha más gente me acompañaría.
- ¿Y a usted quién la llamó? No se meta en lo que no le importa-
- Pues da la casualidad- dije parándome de mi asiento de que sí me importa...
- Pero ¿QUIEN LA LLAMO A USTED? recalcó.
- El derecho que tengo como venezolana de defender a una compatriota- contesté enfrentándomele.
El incidente me había puesto casi del color del chofer, quien nuevamente rayaba en la ira.
Luego de la danza de las monedas la mujer y los dos niños se bajaron dando tumbos, en la parada más proxima, y al pasar a mi lado por el estrecho pasillo sentí un cálido apretón en mi hombro derecho. Una rabia sorda me volvió al recordar el incidente. Se hizo un silencio. Una calma anormal flotaba como un fantasma dentro de la camioneta. Entonces se bajó un pasajero y, desde la acera, le mostró los puños al conductor. Sólo desde afuera. Luego, continuamos nuestro silencioso y embarazoso camino.
Sentí la mirada fija y furiosa, que el hombre me dirigía por el retrovisor.
Esta me inquietó un poco, al recordar que yo era el último pasajero en bajar de la camioneta -¿Se montarían otros?- me pregunté nerviosa, lo confieso, puesto que la ruta se iniciaba nuevamente después de mi parada: frente a mi casa. Pero nadie más abordó el bus.
-¿ Y ahora qué voy a hacer, Dios mío? Me voy a quedar a solas con él...-pensé mientras trataba de dominar mi inquietud. Pero súbitamente, y no se por qué, una agradable sensación de calor me envolvió el cuerpo y me invadió la calma. El fantasma de la incertidumbre, reinante en el autobús autobús fue desapareciendo poco a poco. Nuevos pasajeros subían y otros bajaban.
¿Por qué voy a tenerle miedo? ¿Por qué?- me pregunté-. Después de todo, yo creo tener gran parte de razón al defender a la señora. Ya casi llegábamos a mi destino. El penúltimo pasajero se bajó. Quedé yo a solas con el chofer. Subíamos por las tortuosas colinas él y yo solos. Yo y él. No se montó en la unidad ninguna otra persona. Me distraje viendo los eucaliptos que dejaban caer sus velos raídos por el viento en los edificios y en las quintas.
Súbitamente, el chofer paró la camioneta como a dos cuadras de mi parada. Le dio a la llave y apagó el motor. Me quedé sentada con un pequeño susto en la boca del estómago. Esperé. Se volteó, y desde su asiento me preguntó con una nueva expresión - casi infantil- y una voz masculina, bonita, bien modulada:
- Señora ¿Puedo hacerle una pregunta?
- Sí, por favor. ¡Cómo no! - contesté tranquilizada por su tono.-¿Por qué usted la defendió a ella y no a mí?
La sorpresa se reflejó en mi rostro. La tensión volvió momentáneamente. Entonces, como en una película, aparecieron ante mi vista las escenas de la madre y el chofer; mi intervención y el largo fantasma del silencio, roto ahora por mi interlocutor.
. -¿Que por qué defendí a la señora con los dos niños?
- Sí. Por favor, dígame por qué.
- Bueno, señor, porque creí que ella tenía más razón que usted...
- Pero también usted vio cómo me tiró el dinero ¿No se acuerda?
- Claro que lo recuerdo. Eso no lo aplaudo. Pero comprendo que sus constantes recriminaciones la sacaron de sus casillas.
- Es que todo pasajero debe pagar su pasaje
- Ella le dijo que sentaría a los niños en el otro puesto sólo hasta que llegase un pasajero. Usted bien podría haberle hecho el favor, eran sólo unas criaturas, por Dios. No sea tan intransigente.
- Yo no soy intransigente, yo cumplo con mi trabajo.
- Está bien, señor se lo diré, pero tome las cosas con calma la próxima vez. ¿No tiene miedo, que al enojarse tanto, le de algo, un infarto...?
- ¡No, señora, entonces ya hace tiempo que me hubiera enfermado, con tánto disgusto que pasa uno!...
- Bueno, allá usted, pero sea más tolerante con los pasajeros, no le cuesta nada ser amable.
Me miró esta vez sin decir nada y retomó el volante ya más tranquilo y pensativo. Cuando nos acercábamos a mi casa, le indiqué el sitio donde me iba a bajar. Y luego, al descender, me volteé para decirle sonriendo:
- Déjeme decirle algo más señor, usted no tiene derecho...
- ¿ Derecho a qué , señora? -preguntó sorprendido y mirándome todavía preocupado.
- Usted es muy guapo, y no tiene derecho a ponerse tan feo, enojándose, desfigurándose con la ira. No señor, usted no tiene derecho...Entonces se produjo un cambio en el rostro del conductor que lo hizo embellecer sus facciones rectas, hispánicas. Sin contestarme una sola palabra, arrancó nuevamente, mientras se ponía los anteojos de sol, se miraba por el retrovisor y silbaba una melodía suave y acompasada como el andar de la camioneta por las pacíficas y arboladas calles de Santa Mónica.
Caracas, 1985
- !Qué piernas ni que nada- increpó ya fuera de sí el chofer- aquí todo el mundo paga su pasaje!
Para el asombro de todos, de pronto la mujer abrió el monedero y lanzó las monedas al acalorado conductor, dándole con ellas en la cabeza, en la espalda, al volante, y también a la imagen de San Cristóbal que presidía el vehículo y luego cayendo dispersas por todo el autobús.
El hombre apenas alcanzó a recoger alguna que otra moneda, mientras decía ya fuera de sí:
- ¿Qué es lo que está haciendo, mujer? ¿Acaso se ha vuelto loca? ¡No faltaba más, si usted fuera hombre le pegaría!- y diciendo esto continuó manejando, ya fuera de sí.
El clamor de protesta no se hizo esperar. Todos los pasajeros, ya molestos con lo que cosiderábamos un atropello contra la señora, reaccionamos de diversas maneras al observar que la injusticia del chofer y su fuerza- a juzgar por la voz-, debilitaban a la pobre mujer.
- Atrévase a pegarle a la señora para que vea- le dije con tono que no admitía dudas de que pronto mucha más gente me acompañaría.
- ¿Y a usted quién la llamó? No se meta en lo que no le importa-
- Pues da la casualidad- dije parándome de mi asiento de que sí me importa...
- Pero ¿QUIEN LA LLAMO A USTED? recalcó.
- El derecho que tengo como venezolana de defender a una compatriota- contesté enfrentándomele.
El incidente me había puesto casi del color del chofer, quien nuevamente rayaba en la ira.
Luego de la danza de las monedas la mujer y los dos niños se bajaron dando tumbos, en la parada más proxima, y al pasar a mi lado por el estrecho pasillo sentí un cálido apretón en mi hombro derecho. Una rabia sorda me volvió al recordar el incidente. Se hizo un silencio. Una calma anormal flotaba como un fantasma dentro de la camioneta. Entonces se bajó un pasajero y, desde la acera, le mostró los puños al conductor. Sólo desde afuera. Luego, continuamos nuestro silencioso y embarazoso camino.
Sentí la mirada fija y furiosa, que el hombre me dirigía por el retrovisor.
Esta me inquietó un poco, al recordar que yo era el último pasajero en bajar de la camioneta -¿Se montarían otros?- me pregunté nerviosa, lo confieso, puesto que la ruta se iniciaba nuevamente después de mi parada: frente a mi casa. Pero nadie más abordó el bus.
-¿ Y ahora qué voy a hacer, Dios mío? Me voy a quedar a solas con él...-pensé mientras trataba de dominar mi inquietud. Pero súbitamente, y no se por qué, una agradable sensación de calor me envolvió el cuerpo y me invadió la calma. El fantasma de la incertidumbre, reinante en el autobús autobús fue desapareciendo poco a poco. Nuevos pasajeros subían y otros bajaban.
¿Por qué voy a tenerle miedo? ¿Por qué?- me pregunté-. Después de todo, yo creo tener gran parte de razón al defender a la señora. Ya casi llegábamos a mi destino. El penúltimo pasajero se bajó. Quedé yo a solas con el chofer. Subíamos por las tortuosas colinas él y yo solos. Yo y él. No se montó en la unidad ninguna otra persona. Me distraje viendo los eucaliptos que dejaban caer sus velos raídos por el viento en los edificios y en las quintas.
Súbitamente, el chofer paró la camioneta como a dos cuadras de mi parada. Le dio a la llave y apagó el motor. Me quedé sentada con un pequeño susto en la boca del estómago. Esperé. Se volteó, y desde su asiento me preguntó con una nueva expresión - casi infantil- y una voz masculina, bonita, bien modulada:
- Señora ¿Puedo hacerle una pregunta?
- Sí, por favor. ¡Cómo no! - contesté tranquilizada por su tono.-¿Por qué usted la defendió a ella y no a mí?
La sorpresa se reflejó en mi rostro. La tensión volvió momentáneamente. Entonces, como en una película, aparecieron ante mi vista las escenas de la madre y el chofer; mi intervención y el largo fantasma del silencio, roto ahora por mi interlocutor.
. -¿Que por qué defendí a la señora con los dos niños?
- Sí. Por favor, dígame por qué.
- Bueno, señor, porque creí que ella tenía más razón que usted...
- Pero también usted vio cómo me tiró el dinero ¿No se acuerda?
- Claro que lo recuerdo. Eso no lo aplaudo. Pero comprendo que sus constantes recriminaciones la sacaron de sus casillas.
- Es que todo pasajero debe pagar su pasaje
- Ella le dijo que sentaría a los niños en el otro puesto sólo hasta que llegase un pasajero. Usted bien podría haberle hecho el favor, eran sólo unas criaturas, por Dios. No sea tan intransigente.
- Yo no soy intransigente, yo cumplo con mi trabajo.
- Está bien, señor se lo diré, pero tome las cosas con calma la próxima vez. ¿No tiene miedo, que al enojarse tanto, le de algo, un infarto...?
- ¡No, señora, entonces ya hace tiempo que me hubiera enfermado, con tánto disgusto que pasa uno!...
- Bueno, allá usted, pero sea más tolerante con los pasajeros, no le cuesta nada ser amable.
Me miró esta vez sin decir nada y retomó el volante ya más tranquilo y pensativo. Cuando nos acercábamos a mi casa, le indiqué el sitio donde me iba a bajar. Y luego, al descender, me volteé para decirle sonriendo:
- Déjeme decirle algo más señor, usted no tiene derecho...
- ¿ Derecho a qué , señora? -preguntó sorprendido y mirándome todavía preocupado.
- Usted es muy guapo, y no tiene derecho a ponerse tan feo, enojándose, desfigurándose con la ira. No señor, usted no tiene derecho...Entonces se produjo un cambio en el rostro del conductor que lo hizo embellecer sus facciones rectas, hispánicas. Sin contestarme una sola palabra, arrancó nuevamente, mientras se ponía los anteojos de sol, se miraba por el retrovisor y silbaba una melodía suave y acompasada como el andar de la camioneta por las pacíficas y arboladas calles de Santa Mónica.
Caracas, 1985
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