Brindamos por nuestra naciente amistad (WEB) |
Conocí a Diego Volador cuando fui a cubrir un congreso sobre mercados de capital que se llevaba a cabo aquí en Caracas. Yo me hallaba tomando un refrigerio, y él se encontraba a mi lado. Iniciamos una rápida conversación relacionada con el evento que se inauguraba esa misma mañana; su importancia para el país y la gran cantidad de gurúes de la economía internacional que asistiría al evento. Luego, me quedé a la inauguración y a las primeras ponencias del día para luego irme al diario en el que trabajaba. Una vez terminadas mis actividades, a eso del mediodía me dirigía al automóvil, cuando la alta y delgada figura de Diego me interceptó el paso diciéndome:
-Usted no se puede ir todavía, señorita.
-¿Y por qué no puedo hacerlo y quién me lo impide?- le contesté sonriendo.
-Yo, porque la invito a almorzar- me dijo mientras sostenía entreabierta la puerta de mi automóvil.
Entre bromas le contesté que no podía hacerlo, pero que otro día, con mucho gusto aceptaría la invitación. En ese momento tenía que ir a la redacción del periódico para escribir mi artículo destinado a la edición vespertina. Quedamos entonces, luego de intercambiar nuestros números celulares, en que él me llamaría. Y, efectivamente, eso ocurrió dos días después. Nos encontramos en un restaurante del este cerca de mi oficina a la una de la tarde. Brindamos por nuestra naciente amistad y disfrutamos de un rico almuerzo a la italiana. Esa fue la tercera cita entre Diego y yo, luego siguieron otras que encendían con un peligroso fuego la necesidad de repetirlas.
Pero estos encuentros, cosa curiosa, nunca se presentaban por las noches, sólo a mediodía en los diferentes restaurantes del este de la ciudad, según lo negociáramos, de acuerdo a nuestras respectiva agendas de trabajo.
En una oportunidad, me puse a pensar seriamente en esta situación. Por más que le insistiera a mi enigmático y atractivo amigo que para variar, fuéramos a cenar, o incluso solamente a tomar una café vespertino, siempre me respondía con una excusa. Le pregunté si era casado y me contestó sonriendo que estaba separado, pero que más adelante me hablaría de ella. Luego, mostrando gran habilidad me cambió de tema, mientras llamaba al mesonero.
Un día lo invité a almorzar a mi apartamento. A la apetitosa comida preparada por mí, siguió una reconfortante siesta que se prolongó hasta las cinco de la tarde, hora en la que Diego se dirigía a la universidad a dictar su clase de post grado en la Facultad de Economía. En medio del ardor amoroso le hice prometer que una noche saldríamos al teatro, y luego, a cenar juntos. Y así fue.
El sábado siguiente por la noche, tal como habíamos programado, fuimos al teatro y más tarde a uno de los restaurantes cercanos. Cuando ya habíamos ordenado, mi amigo se paró un momento para ir al baño, pero en el camino se encontró con varias personas que entraban al local, entre ellos dos señoras y tres pre adolescentes. Lo besaron, abrazaron efusivamente y le pidieron que se sentara con ellos. Escuché que le decían que habían ido al cine, y que luego decidieron ir a comer algo. Noté que una de las señoras lo miró muy sorprendida; la otra le invitó a sentarse con ellos. Entonces vi cómo Diego, muy nervioso, aceptó la invitación, en medio de la algarabía de los chicos. A los pocos minutos escuché que mi celular repicaba dentro del bolso, pero sin ver el mensaje, me paré, pasé al lado de Diego sin determinarlo y me dirigí hacia la salida del restaurante.
Escuché que mi celular repicaba dentro del bolso (WEB) |
Caracas, 26 de enero de 2011
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