Hace muchos años una joven llamada Ana, lloraba afligida porque le
pesaba su soledad. Se lamentaba de no tener
ya a nadie a quien abrazar. Contaban los que la conocieron que ella una
vez tuvo un amor y sus brazos fornidos rodeaban su talle para amarla. Pero un día, sin saber por qué esos brazos se alejaron y nunca más volvieron a abrazarla. Sus ojos verdes hermosos y rasgados había enrojecido, y sus largos cabellos se los llevaba el viento, desde el balcón en el que se hallaba, pues no podía conciliar el sueño. Entonces, la joven vio en el cielo una luna tan grande y
azul y sintió deseos de conversar con ella y contarle
sus penas.
-
¡Ay, luna llena, Luna Azul
y comprensiva! ¿Por qué el amor se va cuando más lo necesitamos?
-
¿Qué dices, querida niña? El
no se va, nosotros lo alejamos con nuestras acciones –contestó suavemente la señora
Astro.
-
No te entiendo, Luna Azul.
¿Cómo vamos a decirle adiós al amor si no queremos separarnos de él?
-
Precisamente por eso, porque
al amor no hay que encarcelarlo, sino darle libertad para que vuelva.
-
Y ¿Cómo es que sabes tanto
para dar consejos? Preguntó la chica entristecida.
-
¡Ay hija mía!
No olvides que soy mujer como tú, y también hace mucho tiempo cometí
errores. Fui tan posesiva con el Sol que
él casi se alejó de mí para irse con una
estrella.
-
¿Y qué hiciste entonces,
Luna Azul?- Indagó la mujer, curiosa.
-
Pues le pedí
consejo a Marte, quien me dijo que todos
los seres debíamos actuar con inteligencia si deseábamos conservar el amor de
nuestra pareja. Solo así - me dijo- fluirá la comprensión, y el amor se
establecerá en nuestros cuerpos y
almas. Me dijo que no pretendiera atraer a un hombre
por la fuerza, pues Dios nos había regalado a las mujeres demasiados dones como
para enfrentar la vida. Y el más grande
era ser madres, lo que nos desarrolla la intuición. Como ves, Marte, a pesar de
tener un nombre guerrero, es muy pacífico. Y así continuó la
Luna Azul su conversación con la joven. Pero
al observarla todavía confundida, el astro le dijo:
-
No te aflijas, pequeña.
Voy a contarte algo que disminuirá tu tristeza. - Ayer pasé por la Isla de Madeira, y en Funchal conocí un hombre tan solo como tú, que paseaba por la playa. Conversé con él, como lo hago contigo ahora, y me dijo que en esos momentos atravesaba una crisis amorosa y se sentía muy triste
porque no tenía una compañera a quien amar. Entonces, también a él le conté mi
conversación con Marte, y prometí ayudarlo. Así que te sugiero vayas a Funchal
y, aunque no te resulte fácil, quizás puedas encontrarlo.
La idea de volverse a enamorar, la animaba, pero no era fácil poner en práctica el consejo de su confidente, pues ella vivía en Lisboa, estudiaba y no disponía de los recursos para realizar el viaje a la isla lusitana. Por su madre sabía que allá vivía una prima suya que tenía una fábrica, pero que hacía tiempo que no la veía e ignoraba qué había sido de ella. Sólo recordaba que la familia tenía grandes negocios en la isla, pero habían perdido el contacto. Sólo tenía la dirección de la fábrica de bordados. " ¡Y quién sabe si sería la misma!"- agregó.
Corrió el tiempo, y mientras tanto, Ana terminó sus estudios de Contabilidad y obtuvo tan buenas notas que ganó un pasaje para visitar la isla de Madeira, premio que otorgaba el instituto contable al estudiante que se graduara con las mejores notas. Y allá se fue la chica, no sin antes obtener de su madre las señas de la prima que vivía en Funchal, para visitarla. Así que, en cuanto llegó la llamó por teléfono - a Dios gracias las señas no habían variado- y la prima la invitó a visitar la fábrica de bordados. Allá conoció a Magdalena en persona y también a su hija Fátima, una chica de la misma edad de Ana, quien también trabajaba en la empresa familiar. Como el negocio crecía, la señora Magdalena necesitaba a alguien que le llevase la contabilidad en la fábrica y contrató a su joven pariente, quien muy contenta, aceptó el trabajo. Y fue así fue como la chica se quedó a vivir en la capital de la isla.
Pasaron los meses y un día Ana se fue a pasear por la playa. Lucía feliz y apenas si se acordaba de la conversación que había tenido con la luna, dos años atrás. De pronto, a lo lejos, observó a un joven marino muy rubio que, sentado en una piedra, junto a la playa, apenas quitaba la vista del horizonte azul. Se encontraba solo y, a ratos, miraba el vaivén de las olas. La chica, lo divisaba desde la mesa de un local vecino, junto a la que se hallaba sentada, tomando un refrigerio. Entonces vio cómo la brisa arrastraba la gorra del marino por la arena, ensuciándola. Ana se levantó y corrió tras ella, hasta que la atrapó y se la devolvió al chico, quien no se había percatado de la travesura de la brisa. El le agradeció el gesto y la invitó a tomar un refresco.
-¿Cómo te llamas?- preguntó el joven.
-Ana ¿Y tú?
-Joao António- contestó él, dándole la mano.
Entonces se dirigieron a la mesa, merendaron y conversando, rieron mucho, hasta que se puso el sol y el muchacho acompañó a Ana hasta su casa.
Corrió el tiempo, y mientras tanto, Ana terminó sus estudios de Contabilidad y obtuvo tan buenas notas que ganó un pasaje para visitar la isla de Madeira, premio que otorgaba el instituto contable al estudiante que se graduara con las mejores notas. Y allá se fue la chica, no sin antes obtener de su madre las señas de la prima que vivía en Funchal, para visitarla. Así que, en cuanto llegó la llamó por teléfono - a Dios gracias las señas no habían variado- y la prima la invitó a visitar la fábrica de bordados. Allá conoció a Magdalena en persona y también a su hija Fátima, una chica de la misma edad de Ana, quien también trabajaba en la empresa familiar. Como el negocio crecía, la señora Magdalena necesitaba a alguien que le llevase la contabilidad en la fábrica y contrató a su joven pariente, quien muy contenta, aceptó el trabajo. Y fue así fue como la chica se quedó a vivir en la capital de la isla.
Pasaron los meses y un día Ana se fue a pasear por la playa. Lucía feliz y apenas si se acordaba de la conversación que había tenido con la luna, dos años atrás. De pronto, a lo lejos, observó a un joven marino muy rubio que, sentado en una piedra, junto a la playa, apenas quitaba la vista del horizonte azul. Se encontraba solo y, a ratos, miraba el vaivén de las olas. La chica, lo divisaba desde la mesa de un local vecino, junto a la que se hallaba sentada, tomando un refrigerio. Entonces vio cómo la brisa arrastraba la gorra del marino por la arena, ensuciándola. Ana se levantó y corrió tras ella, hasta que la atrapó y se la devolvió al chico, quien no se había percatado de la travesura de la brisa. El le agradeció el gesto y la invitó a tomar un refresco.
-¿Cómo te llamas?- preguntó el joven.
-Ana ¿Y tú?
-Joao António- contestó él, dándole la mano.
Entonces se dirigieron a la mesa, merendaron y conversando, rieron mucho, hasta que se puso el sol y el muchacho acompañó a Ana hasta su casa.
La noche hermosa trae en la brisa el olor del salitre. Los
comensales de un restaurante lusitano conversan en la terraza, y las voces se
mezclan con el sonido de los instrumentos musicales al afinarlos. Irrumpen en
el aire las primeras notas de Blue Moon,
y las parejas se deslizan por la pista al compás de la música. De pronto, una
pareja ya de cierta edad, hace una pausa en el baile, y tomados de la mano, se dirigen hacia la terraza para contemplar la hermosa Luna Azul que se refleja
en el mar de Madeira. Ambos la miran sonrientes.
Ella les devuelve la sonrisa en mudo diálogo.
Ella les devuelve la sonrisa en mudo diálogo.
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