miércoles, 8 de junio de 2016

EN DIRECCION OPUESTA


      Tomo rápidamente el metrobús en Santa Fe para dirigirme a la Plaza Venezuela, donde pienso unirme a la Marcha de los Estudiantes en rechazo a la Reforma de la Constitución. Le indico al chofer mi destino, pero, para mi asombro, éste toma la vía de Altamira, hacia el este, y no al oeste, que es donde se inicia la marcha. Quizás ahora me tome un poco más de tiempo alcanzarla, porque el tráfico es infernal; pero con el Metro, que no enfrenta los problemas de la superficie, recuperaré el tiempo perdido. Luego de estas reflexiones, me siento detrás de una joven pareja con sus niños.


     Los observo. El hombre es moreno, de facciones regulares y ojos achinados. Las primeras señales de la madurez asoman en su cabeza. Supongo que no llegará a los 35 años. Ella es algo más joven que él; tiene los ojos también oblicuos, y una piel tan tersa como para hacerle propaganda a alguna crema facial. Lleva el cabello largo y teñido de rubio, recogido con una gran pinza. Me llama la atención el parecido de la niña, de unos seis años, con el padre; y el del chico, algo menor que la hermana, con la madre. Siempre me ha maravillado la sabia toma de decisiones de la genética.


     Los chicos, sentados frente a sus padres, juegan, cantan y ríen. La muchachita lleva un lindo vestido morado con una flor amarilla estampada a la última moda. El pelo, crespo y alborotado, sujeto por un cintillo púrpura, salta travieso al ritmo de sus movimientos. La chica no abandona, para nada, ni su cartera ni su muñeca. El niño, con un impecable corte de pelo, viste jeans azules y camisa verde. Ambos lucen pulquérrimos por el momento.


     Miro por la ventanilla las apretadas y plomizas nubes. Me inquieta que vaya a llover durante la marcha, pero, al mismo tiempo me tranquiliza recordar que en experiencias anteriores el agua nunca fue obstáculo para el avance de las largas caminatas. 
De pronto, el canto del muchachito llama mi atención. Se le une su hermana, y ambos interpretan una melodía, en la que, al finalizar con la frase “que se respete a los padres”, hacen una reverencia ante sus progenitores. Luego, la madre en un gesto sincronizado con el de su hija, le limpia la nariz cuando ella le muestra los mocos. Los niños continúan jugando, parándose y sentándose sin cesar y alternándose entre ellos dirigir la diversión. En esta oportunidad le toca el turno al niñito, quien le dice a su hermanita:


     -Bueno, mira, ahora juguemos a que yo digo: “¡Uh, ah, Chávez no se va!”, y niego con mi dedo y tú dices, también al mismo tiempo, pero moviendo el dedo para arriba y para abajo, “¡Uh, ah, Chávez sí se va!”. 


     El democrático juego me causa gracia; el padre sonríe, mientras la madre celebra con una carcajada la ocurrencia de su hijo. Los niños repetían alegres los consabidos estribillos, pero los interrumpen de pronto asustados por la presencia de los inseparables guardaespaldas de la lluvia: un repentino relámpago y un trueno descomunal. Los pequeños, asustados, se acercan a los padres, buscando protección, pero luego, cuando el bus se propara en la obligada parada del semáforo, los pequeños, observan fascinados, esta vez con las caritas pegadas a la ventanilla,  el movimiento de unas palas mecánicas que, como inmensos "robots", hacen su trabajo de movimiento de tierra, en forma coordinada, frente a una obra en construcción. 

     Mientras esto ocurre, noto extrañada que ninguno de los dos adultos se ha dirigido la palabra durante todo el trayecto y deduzco que quizás estén disgustados. Veo la hora: las 11:45. La marcha ya debe ir lejos, me digo calculando en cuál estación del Metro debo bajarme para unirme a ella. Busco en la cartera un caramelo para distraer mi ansiedad. Veo la interminable cola parada, mientras los peatones cruzan con rapidez la calle. Vuelvo entonces a ver a mis vecinos y la incomunicación continúa: no cruzan ni siquiera una sola mirada. No se por qué imagino que la hipotética pelea podría haber tenido como protagonista a la infidelidad, pero no por parte de la amorosa y atenta mamá, tan solícita con los retoños. Bueno, uno nunca sabe, pero no creo que pueda ser ella. Debe ser el marido, más bien. Bueno, eso es cosa de ellos, concluyo.


     Arrecia la lluvia. Saco mi paraguas, pues se aproxima la parada. Miro otra vez mi reloj. Ya casi es mediodía. ¿Por dónde irá ya la marcha? Me bajaré en la estación de Colegio de Ingenieros. No, mejor en Bellas Artes. ¡Bueno, ya veré! Gracias a Dios, ya casi llegamos al terminal de pasajeros de Altamira.

     Empieza a formarse la fila para salir. La gente se aglomera en las dos puertas del bus, sacando sus respectivos paraguas. Yo también me levanto para hacer la cola y veo que la madre de los niños toma con firmeza a cada uno de la mano, mientras se dirige presurosa hacia la puerta delantera. El padre, no obstante la prisa de su mujer, permanece todavía sentado. Entonces, cuando me dispongo a salir por la puerta trasera, el joven, de pronto, se pone de pie y se me adelanta. Pienso que se apresura a bajar por esa puerta para ganar tiempo y encontrarse luego con su familia en la estación cubierta del metrobús y esperarlos con el paraguas abierto. Pero, una vez abajo, él corre, cubriéndose la cabeza con la chaqueta, hacia la entrada del Metro, mientras
 la mujer y los niños siguen su camino, rápido, bajo el aguacero, y se pierden, entre una multitud de paraguas, justo en dirección opuesta.



Publicado en: http://www.uncuentoentreamigos.blogspot.com

©Myriam Paúl Galindo - Caracas, 28.10.2007 - Ilustración: tomada de Internet





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