Episodio basado en el desastre del Sesostris, durante la Segunda Guerra Mundial
Corría el año 1939 y había estallado ya la Segunda Guerra Mundial. Yo formaba parte de la tripulación del buque “Sesostris”, como Oficial de Máquinas. Nuestro vapor, a pesar del reciente conflicto bélico, desafiaba el peligro que significaba surcar un océano infectado de submarinos aliados, cargando y descargando mercancía en los puertos registrados en agenda.
Una vez navegábamos por el Caribe, justamente muy cerca de las costas venezolanas, con nuestro cargamento de asfalto, madera, cacao y café, cuando comenzaron a asediarnos los barcos ingleses y franceses, como si fueran piratas. Temían que hubiésemos asistido a naves enemigas. Todas estas dificultades, en circunstancias tan peligrosas, entorpecieron nuestro trabajo y pensar en regresar a Alemania se hizo imposible. Tuvimos información de que seis barcos italianos se encontraban en la misma situación que nosotros. Entonces nuestro capitán, al igual que lo hicieron los de las naves italianas, solicitó refugio en Venezuela por tratarse de un país neutral. Tal petición fue aceptada por el gobierno de turno, con instrucciones precisas de seguir rumbo hacia Puerto Cabello, región ubicada en la costa central de Venezuela.
Dadas las particulares circunstancias de nuestra llegada al puerto, nuestra adaptación al lugar no resultó fácil. Había problemas de toda índole. Las noticias de los avances enemigos nos inquietaban y nuestras victorias nos animaban. Me sentía muy angustiado al no tener noticias inmediatas de mi familia. El dinero comenzó a escasear: no teníamos manera de obtener nuestro sueldo. Fueron momentos muy difíciles para la tripulación del Sesostris. Providencialmente el gobierno venezolano, en un gesto de solidaridad, se comprometió a pagar la remuneración de los oficiales y subalternos, mientras estuviéramos en calidad de refugiados. Esta actitud del gobierno venezolano fue celebrada con júbilo por nosotros.
Nuestra suerte aumentó, gracias a Dios, con la recepción que nos hizo la colonia alemana en Puerto Cabello, cuando atracamos en el puerto. Muchos de nuestros compatriotas eran prósperos comerciantes, y nos ofrecieron su ayuda para cualquier cosa que necesitáramos.
El tiempo fue pasando, y mientras tanto, yo realizaba pocas actividades profesionales a bordo. Me dediqué a la talla de la madera y a la elaboración de barcos célebres, hobby que, al igual que a mis compañeros, me llevaba buena parte de un tiempo forzosamente libre.
Aunque echaba de menos Hamburgo y, sobre todo a mi familia, poco a poco me fui acostumbrando a mi nueva vida. Puerto Cabello era una ciudad acogedora, y su gente, increíblemente cálida. Hice amigos y conocí algunas chicas con quienes ocasionalmente salí al cine o a un concierto. Otras veces me reunía con mis compañeros para tomarnos unas cervezas, o también perdernos por las callejuelas de la ciudad en busca de placer.
Pasaron entonces casi dos años, en medio de las vicisitudes de la guerra, hasta que un buen día el destino quiso que conociera a Gertrudis. Sucedió una tarde, cuando visité el Club Unión. Había sabido por uno de mis compañeros que se organizaba un bazar navideño, y existía la posibilidad de vender nuestras artesanías durante el evento. Entonces, sin dudarlo, tomé una muestra de mi trabajo y me dirigí a la oficina administrativa del club. Me recibió una bellísima chica. Era la Administradora del club. Me dirigí a ella diciéndole, mientras le extendía la mano:
-Buenas tardes, señorita, soy Klaus Leihnert, Oficial de Operaciones del vapor Sesostris. Mis compañeros de a bordo me informaron que pronto se celebrará un bazar navideño. Vengo a informarme si existe la posibilidad de vender en él algunos trabajos de artesanía que hacemos en el barco.
- Mucho gusto,- respondió - mi nombre es Gertrudis Mandel. Tome asiento, por favor.
Me informó que el club abría sus puertas a todas aquellas personas que desearan presentar artesanías y venderlas en el bazar. Luego, me preguntó si había llevado alguna de las mías, y le entregué un timón que había llevado como muestra.
- ¡Qué talla tan linda! –Exclamó sorprendida.
- Gracias, señorita.
- Llámame Gertrudis, Klaus, por favor.
- Está bien, Gertrudis – dije algo nervioso - a bordo tengo otras maquetas y tallas que también le puedo traer para que las vea en otra oportunidad -. Le dije que mis compañeros tenían trabajos similares, y ella me animó a invitarlos a participar en el bazar navideño. Acordamos que mi propia entrega la haría al día siguiente. Como ya finalizaba sus labores, la invité a tomar un helado en la terraza del club. Me contó que su padre era alemán y su madre venezolana; él comerciante y ella, maestra. Me dijo, además, que había estudiado comercio en un instituto local, y que, desde hacía un año, trabajaba en el Club Unión. Nuestra conversación se extendió hasta casi entrada la noche. Luego nos despedimos. Pero me prometí volver a verla.
La organización del bazar sirvió de excusa para encontrarnos con frecuencia. Y luego también, pues la venta de las artesanías fue un éxito. Compartimos almuerzos y cenas en el club. Con frecuencia íbamos a la playa, al cine, a algún concierto; en fin, nos divertíamos, a pesar de los nubarrones de la guerra. Como era de esperar, Gertrudis y yo nos hicimos novios. Nos gustaba leer y escuchar música clásica. Además de intercambiar libros, canjeábamos también clases de alemán por español.
Un día que nos bañábamos en la playa, ante la fogosidad de nuestros encuentros, cada vez más apasionados, le propuse matrimonio. Yo ignoraba, dada nuestra situación de refugiados, cuándo se produciría el regreso a Alemania; por eso quizás, deseaba casarme pronto con ella. Además, estaba muy seguro de mi amor por Gertrudis. Así que le propuse matrimonio un día en la playa. Al principio ella me dijo que casarnos en ese momento resultaba un poco apresurado, pero la convencí de que mi amor por ella no disminuiría nunca, y como ella también estaba muy enamorada de mí, al fin aceptó. Así que ese día, sin más dilación, fijamos la boda para los primeros días de enero del año siguiente. Con la ilusión de formar pronto mi propia familia, mi tristeza disminuyó durante las fiestas de fin de año al recordar a los míos en Hamburgo. Mi novia y yo esperábamos ansiosos el Año Nuevo.
Nos casamos, como acordamos, a principios de 1941. Nunca vi una novia más linda que la mía. Debido a los tiempos que corrían, sólo hubo una celebración muy íntima. Ambos éramos demasiado afines como para poner en duda la felicidad que nos esperaba. Nuestra compatibilidad de pareja fue total. Siempre nos sobró la pasión a la hora de la entrega mutua: cálida, hermosa, sin reservas. Y, sobre todo, constantemente renovada.
Una tarde paseábamos por la playa, y observábamos a lo lejos los barcos atracados en el muelle del puerto. En el Sesostris ondeaba la bandera alemana con la esvástica.
Abracé entonces a Gertrudis y le dije emocionado que pronto, cuando terminara la guerra, nos iríamos para Alemania los dos solitos. Al escuchar mis palabras, me dijo que ir los dos solos era imposible, pues ya éramos tres. Mi alegría no tuvo límites y la zarandeé en el aire, mientras giraba como loco. La cubrí de besos y arena.
Una noche nos encontrábamos cenando mi mujer y yo en casa, cuando llegó Reiner Schmidt, un colega. Lucía agitado. Nos dijo que el Capitán Ziegler, había convocado a la tripulación a una reunión urgente esa misma noche, a bordo del Sesostris. Así que debíamos apurarnos. Mi mujer me miró alarmada. Traté de calmarla, recordándole su estado, y le aseguré que estaría de regreso lo más pronto posible. Pero ella, haciendo caso omiso de mis palabras, estalló en llanto pidiéndome, mientras me abrazaba con fuerza, que no me fuera.
Entonces la separé con suavidad, mientras le decía con firmeza:
-No puedo, mi vida. Lo sabes bien: órdenes son órdenes.
Cuando el Capitán Ziegler entró a la Sala de Conferencias, se dirigió a nosotros con voz clara y firme, mientras los músculos de la mandíbula se le dibujaban bajo la piel. Nos informó que el día anterior, 29 de marzo, el presidente de los Estados Unidos, F. D. Roosevelt, había dado una declaración, por la que se ordenaba incautar todos los barcos italianos y alemanes que se encontraban refugiados en puertos norteamericanos. México y Canadá habían tomado la misma determinación.
- Por esta razón el Alto Mando Alemán – dijo firmemente y sin vacilaciones – ha dado órdenes precisas de planificar y coordinar el incendio y el hundimiento del Sesostris para mañana mismo.
A estas palabras siguió un silencio escalofriante. Todos transpirábamos. Nadie se movía. Observé los rostros congestionados de mis compañeros. No podía creer lo que estaba escuchando. La cabeza me estallaba.
Varios equipos formados por ingenieros navales, mecánicos, electricistas y buzos iniciamos las operaciones destinadas al hundimiento del Sesostris. Limpiamos el barco, sacamos la documentación y redujimos a cero las reservas de combustible. Las últimas serían: abrir las válvulas de fondo y prenderle fuego al barco para, finalmente, abandonarlo. Traté de controlar al máximo mis emociones, mientras me dirigía hacia el lugar donde se encontraban las válvulas de fondo. Terminaba ya de abrir la primera, cuando experimenté una fuerte sacudida. Un dolor intenso me recorrió el cuerpo, paralizándome. Caí al suelo. En ese mismo instante me invadió una gran confusión: escuché ruidos extraños; recordé momentos de mi vida; vi a mis padres, a mi mujer y a mi hijo. Luego, sentí una profunda tristeza, sentimiento que, paulatinamente, fue transformándose en una indescriptible felicidad. Entonces empecé a elevarme, a elevarme; y mientras atravesaba billones de estrellas, observé a mis pies, un hermoso y pacífico mundo sin fronteras.
Desperté con el ruido de fuertes golpes. Desguazaban el buque para luego remolcarlo a Isla Larga, cerca de Puerto Cabello. Desde entonces, vivo allí, en las profundidades del Mar Caribe, donde velo por los restos del Sesostris, que, todavía, asoma su popa engastada de corales en una suerte de saludo al mundo. Cuido de la flora y la fauna marina que me rodea; mantengo vivo el recuerdo de aquella hermosa mujer que un día me hizo tan feliz, y protejo a los submarinistas y a los pescadores que me visitan, entre quienes, tal vez, se encuentre sembrada mi propia simiente.
MYRIAM PAUL GALINDO/ Caracas 2008
Cuento finalista en el V Certamen Literario de Pepe Fuera de Borda 2008. Buenos Aires, Argentina.
Corría el año 1939 y había estallado ya la Segunda Guerra Mundial. Yo formaba parte de la tripulación del buque “Sesostris”, como Oficial de Máquinas. Nuestro vapor, a pesar del reciente conflicto bélico, desafiaba el peligro que significaba surcar un océano infectado de submarinos aliados, cargando y descargando mercancía en los puertos registrados en agenda.
Una vez navegábamos por el Caribe, justamente muy cerca de las costas venezolanas, con nuestro cargamento de asfalto, madera, cacao y café, cuando comenzaron a asediarnos los barcos ingleses y franceses, como si fueran piratas. Temían que hubiésemos asistido a naves enemigas. Todas estas dificultades, en circunstancias tan peligrosas, entorpecieron nuestro trabajo y pensar en regresar a Alemania se hizo imposible. Tuvimos información de que seis barcos italianos se encontraban en la misma situación que nosotros. Entonces nuestro capitán, al igual que lo hicieron los de las naves italianas, solicitó refugio en Venezuela por tratarse de un país neutral. Tal petición fue aceptada por el gobierno de turno, con instrucciones precisas de seguir rumbo hacia Puerto Cabello, región ubicada en la costa central de Venezuela.
Dadas las particulares circunstancias de nuestra llegada al puerto, nuestra adaptación al lugar no resultó fácil. Había problemas de toda índole. Las noticias de los avances enemigos nos inquietaban y nuestras victorias nos animaban. Me sentía muy angustiado al no tener noticias inmediatas de mi familia. El dinero comenzó a escasear: no teníamos manera de obtener nuestro sueldo. Fueron momentos muy difíciles para la tripulación del Sesostris. Providencialmente el gobierno venezolano, en un gesto de solidaridad, se comprometió a pagar la remuneración de los oficiales y subalternos, mientras estuviéramos en calidad de refugiados. Esta actitud del gobierno venezolano fue celebrada con júbilo por nosotros.
Nuestra suerte aumentó, gracias a Dios, con la recepción que nos hizo la colonia alemana en Puerto Cabello, cuando atracamos en el puerto. Muchos de nuestros compatriotas eran prósperos comerciantes, y nos ofrecieron su ayuda para cualquier cosa que necesitáramos.
El tiempo fue pasando, y mientras tanto, yo realizaba pocas actividades profesionales a bordo. Me dediqué a la talla de la madera y a la elaboración de barcos célebres, hobby que, al igual que a mis compañeros, me llevaba buena parte de un tiempo forzosamente libre.
Aunque echaba de menos Hamburgo y, sobre todo a mi familia, poco a poco me fui acostumbrando a mi nueva vida. Puerto Cabello era una ciudad acogedora, y su gente, increíblemente cálida. Hice amigos y conocí algunas chicas con quienes ocasionalmente salí al cine o a un concierto. Otras veces me reunía con mis compañeros para tomarnos unas cervezas, o también perdernos por las callejuelas de la ciudad en busca de placer.
Pasaron entonces casi dos años, en medio de las vicisitudes de la guerra, hasta que un buen día el destino quiso que conociera a Gertrudis. Sucedió una tarde, cuando visité el Club Unión. Había sabido por uno de mis compañeros que se organizaba un bazar navideño, y existía la posibilidad de vender nuestras artesanías durante el evento. Entonces, sin dudarlo, tomé una muestra de mi trabajo y me dirigí a la oficina administrativa del club. Me recibió una bellísima chica. Era la Administradora del club. Me dirigí a ella diciéndole, mientras le extendía la mano:
-Buenas tardes, señorita, soy Klaus Leihnert, Oficial de Operaciones del vapor Sesostris. Mis compañeros de a bordo me informaron que pronto se celebrará un bazar navideño. Vengo a informarme si existe la posibilidad de vender en él algunos trabajos de artesanía que hacemos en el barco.
- Mucho gusto,- respondió - mi nombre es Gertrudis Mandel. Tome asiento, por favor.
Me informó que el club abría sus puertas a todas aquellas personas que desearan presentar artesanías y venderlas en el bazar. Luego, me preguntó si había llevado alguna de las mías, y le entregué un timón que había llevado como muestra.
- ¡Qué talla tan linda! –Exclamó sorprendida.
- Gracias, señorita.
- Llámame Gertrudis, Klaus, por favor.
- Está bien, Gertrudis – dije algo nervioso - a bordo tengo otras maquetas y tallas que también le puedo traer para que las vea en otra oportunidad -. Le dije que mis compañeros tenían trabajos similares, y ella me animó a invitarlos a participar en el bazar navideño. Acordamos que mi propia entrega la haría al día siguiente. Como ya finalizaba sus labores, la invité a tomar un helado en la terraza del club. Me contó que su padre era alemán y su madre venezolana; él comerciante y ella, maestra. Me dijo, además, que había estudiado comercio en un instituto local, y que, desde hacía un año, trabajaba en el Club Unión. Nuestra conversación se extendió hasta casi entrada la noche. Luego nos despedimos. Pero me prometí volver a verla.
La organización del bazar sirvió de excusa para encontrarnos con frecuencia. Y luego también, pues la venta de las artesanías fue un éxito. Compartimos almuerzos y cenas en el club. Con frecuencia íbamos a la playa, al cine, a algún concierto; en fin, nos divertíamos, a pesar de los nubarrones de la guerra. Como era de esperar, Gertrudis y yo nos hicimos novios. Nos gustaba leer y escuchar música clásica. Además de intercambiar libros, canjeábamos también clases de alemán por español.
Un día que nos bañábamos en la playa, ante la fogosidad de nuestros encuentros, cada vez más apasionados, le propuse matrimonio. Yo ignoraba, dada nuestra situación de refugiados, cuándo se produciría el regreso a Alemania; por eso quizás, deseaba casarme pronto con ella. Además, estaba muy seguro de mi amor por Gertrudis. Así que le propuse matrimonio un día en la playa. Al principio ella me dijo que casarnos en ese momento resultaba un poco apresurado, pero la convencí de que mi amor por ella no disminuiría nunca, y como ella también estaba muy enamorada de mí, al fin aceptó. Así que ese día, sin más dilación, fijamos la boda para los primeros días de enero del año siguiente. Con la ilusión de formar pronto mi propia familia, mi tristeza disminuyó durante las fiestas de fin de año al recordar a los míos en Hamburgo. Mi novia y yo esperábamos ansiosos el Año Nuevo.
Nos casamos, como acordamos, a principios de 1941. Nunca vi una novia más linda que la mía. Debido a los tiempos que corrían, sólo hubo una celebración muy íntima. Ambos éramos demasiado afines como para poner en duda la felicidad que nos esperaba. Nuestra compatibilidad de pareja fue total. Siempre nos sobró la pasión a la hora de la entrega mutua: cálida, hermosa, sin reservas. Y, sobre todo, constantemente renovada.
Una tarde paseábamos por la playa, y observábamos a lo lejos los barcos atracados en el muelle del puerto. En el Sesostris ondeaba la bandera alemana con la esvástica.
Abracé entonces a Gertrudis y le dije emocionado que pronto, cuando terminara la guerra, nos iríamos para Alemania los dos solitos. Al escuchar mis palabras, me dijo que ir los dos solos era imposible, pues ya éramos tres. Mi alegría no tuvo límites y la zarandeé en el aire, mientras giraba como loco. La cubrí de besos y arena.
Una noche nos encontrábamos cenando mi mujer y yo en casa, cuando llegó Reiner Schmidt, un colega. Lucía agitado. Nos dijo que el Capitán Ziegler, había convocado a la tripulación a una reunión urgente esa misma noche, a bordo del Sesostris. Así que debíamos apurarnos. Mi mujer me miró alarmada. Traté de calmarla, recordándole su estado, y le aseguré que estaría de regreso lo más pronto posible. Pero ella, haciendo caso omiso de mis palabras, estalló en llanto pidiéndome, mientras me abrazaba con fuerza, que no me fuera.
Entonces la separé con suavidad, mientras le decía con firmeza:
-No puedo, mi vida. Lo sabes bien: órdenes son órdenes.
Cuando el Capitán Ziegler entró a la Sala de Conferencias, se dirigió a nosotros con voz clara y firme, mientras los músculos de la mandíbula se le dibujaban bajo la piel. Nos informó que el día anterior, 29 de marzo, el presidente de los Estados Unidos, F. D. Roosevelt, había dado una declaración, por la que se ordenaba incautar todos los barcos italianos y alemanes que se encontraban refugiados en puertos norteamericanos. México y Canadá habían tomado la misma determinación.
- Por esta razón el Alto Mando Alemán – dijo firmemente y sin vacilaciones – ha dado órdenes precisas de planificar y coordinar el incendio y el hundimiento del Sesostris para mañana mismo.
A estas palabras siguió un silencio escalofriante. Todos transpirábamos. Nadie se movía. Observé los rostros congestionados de mis compañeros. No podía creer lo que estaba escuchando. La cabeza me estallaba.
Varios equipos formados por ingenieros navales, mecánicos, electricistas y buzos iniciamos las operaciones destinadas al hundimiento del Sesostris. Limpiamos el barco, sacamos la documentación y redujimos a cero las reservas de combustible. Las últimas serían: abrir las válvulas de fondo y prenderle fuego al barco para, finalmente, abandonarlo. Traté de controlar al máximo mis emociones, mientras me dirigía hacia el lugar donde se encontraban las válvulas de fondo. Terminaba ya de abrir la primera, cuando experimenté una fuerte sacudida. Un dolor intenso me recorrió el cuerpo, paralizándome. Caí al suelo. En ese mismo instante me invadió una gran confusión: escuché ruidos extraños; recordé momentos de mi vida; vi a mis padres, a mi mujer y a mi hijo. Luego, sentí una profunda tristeza, sentimiento que, paulatinamente, fue transformándose en una indescriptible felicidad. Entonces empecé a elevarme, a elevarme; y mientras atravesaba billones de estrellas, observé a mis pies, un hermoso y pacífico mundo sin fronteras.
Desperté con el ruido de fuertes golpes. Desguazaban el buque para luego remolcarlo a Isla Larga, cerca de Puerto Cabello. Desde entonces, vivo allí, en las profundidades del Mar Caribe, donde velo por los restos del Sesostris, que, todavía, asoma su popa engastada de corales en una suerte de saludo al mundo. Cuido de la flora y la fauna marina que me rodea; mantengo vivo el recuerdo de aquella hermosa mujer que un día me hizo tan feliz, y protejo a los submarinistas y a los pescadores que me visitan, entre quienes, tal vez, se encuentre sembrada mi propia simiente.
MYRIAM PAUL GALINDO/ Caracas 2008
Cuento finalista en el V Certamen Literario de Pepe Fuera de Borda 2008. Buenos Aires, Argentina.
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