jueves, 14 de julio de 2011

LA CASA DE LAS MALANGAS AMARILLAS




Casa abandonada www.taringa.net


Eran las dos de la tarde y el sol, inclemente, esparcía sus rayos sobre toda superficie, filtrándose, indiscreto, por cualquier ranura que se lo permitiese. El mar reverberaba en su constante movimiento. Cerca de una de las playas se extendía una antigua urbanización, que en sus buenos tiempos parecía haber sido extraordinariamente hermosa y bien cuidada por la municipalidad. Hoy, calles y aceras rotas y cubiertas de hojas- que nadie se acordaba de barrer- servían de habitat perfecto para las alimañas y la mugre. Las casas que flanqueaban una de las avenidas, mostraban el color original de sus paredes, y algunas, dejaban al descubierto profundas heridas. En el conjunto de las otrora elegantes residencias, destacaba una ubicada en un ángulo de la calle. Se trataba de una hermosa quinta cubierta por un denso follaje, formado por maleza y malangas amarillas. La vivienda parecía soportar complacida el peso de las trepadoras, que en su recorrido por techos y paredes, se empeñaban en enredarlo todo, en invadirlo todo, incluso el interior de la morada, donde se habían introducido subrepticiamente, a través de los vidrios rotos. Pero en este afán de dominio, sin embargo, había una magia sutil que parecía cuidar todo lo que tocaban; y amparaban, bajo su red, aquello que merecía ser protegido de la corrupción del ambiente. De esta manera, firme y voluntariosa, el amarillo aguacate de sus hojas y los mil brazos de los enrevesados tallos continuaban su excursión por el jardín, la cerca y la acera, para perderse luego, como serpientes, por las playas solitarias, acariciadas por el mar. A lo lejos, el pegajoso ritmo de un son se adhería al del salitre, que corroía no solo las ventanas y las puertas de las casas, sino también las almas de los invisibles habitantes de la isla caribeña. Por su parte, la tarde dormía su siesta habitual y tranquila, hasta que un acontecimiento la despertó para presenciar un espectáculo insólito.

Un muchacho alto, flaco y con el pánico pintado en el rostro, corría calle abajo. Volteaba la cabeza constantemente, mientras saltaba los obstáculos que se le aparecían sorpresivamente en el camino. Vestía jeans, franela y unos zapatos deportivos ya rotos por el uso. Llevaba un escapulario que saltaba también sobre su pecho jadeante. El copioso sudor le oscurecía, aún más, el pelo y la sucia indumentaria.
- ¿Por qué se confundieron los azules aquella tarde, hace ya cinco años y me encerraron en esa maldita cárcel? -pensaba el chico mientras emprendía la huída- Yo solamente atendía mi puesto en la acera. Yo no robé, ¡Coño! No robé nada en el Banco Insular. No se por qué me metieron en el grupo de aquellos malditos malandros. Yo no he robado nada en mi vida. Se los juré por mi madre (que en Gloria esté), y así y todo no me creyeron, ni me creerán nunca. Me mandaron a la pocilga siendo inocente. Mientras, coño, mi expediente muere en la gaveta del Fiscal del Tribunal, junto a los de cientos, miles de otros presos como yo. Por eso el motín, coño. Fue entonces cuando algunos aprovechamos. Lo más seguro es que hayan quemado ya a unos cuantos ¡Maldita sea! Yo pensé que no se darían cuenta tan rápido cuando salí y le di los coñazos al Sargento Miguel en la puerta de la lavandería. Allá quedó el muy pendejo, revolcándose con los golpes que le metí para quitarle la llave. No joda, pensé que tendría más tiempo cuando salí de la pocilga, y no fue así, coño. La alarma sonó demasiado rápido y ahora quieren joderme. Pero no lo lograrán. No otra vez, no. No quiero volver a dormir en esa hamaca guindada de las tuberías, en la que no pasa una noche sin que me caiga el agua ¡Hasta cuándo, no envaine! Quiero dormir en una cama, en una cama de verdad. No quiero compartir más la cama con dos o tres h… Ni quiero, tampoco, dormir en el suelo junto con las ratas. Estoy harto de que me extorsionen. Me niego a continuar comiendo mierda. No, yo no me vuelvo a joder. ¡Que se jodan ellos!

El fugitivo en su alocada carrera, dejaba atrás la prisión fantasmal y miserable, donde languidecían abarrotados los privados de libertad. Tras los barrotes se veía el horizonte reverberante, bañado por las olas. Dentro de los muros aumentaba el calor y se esparcía un vaho insoportable emanado de cuerpos hacinados que desconocían –desde hacía ya mucho tiempo- la frescura de una artesa o de un simple chorro.

A pesar de la confusión ocasionada por el motín, las autoridades del penal, hábiles en la utilización de la fuerza bruta que no requiere materia gris para la acción, intervinieron inmediatamente. La prensa, la radio y la televisión ya darían cuenta del número de muertos y heridos.

Mientras, de dos patrullas policiales de la Guardia Insular saltaron varios soldados armados hasta los dientes, y protegidos por chalecos antibalas. El Comandante marcaba la estrategia a seguir para atrapar al recluso:
- Sargentos de la División 1 diríjanse a la Calle A. Los de la 2 por la Calle B, y el resto se queda conmigo. “¡Allí va el hombre!” Gritó de pronto la voz atronadora del Comandante. “No se nos escapará, el condenado… ¡Utilicen las armas si se resiste, carajo!”.
Siguiendo las órdenes los guardias corrieron por distintas calles, y apuntando el cuerpo del muchacho cuando éste, zigzagueando, apenas si se dejaba ver a través de las miras. Mientras tanto, corría, corría y los desorientaba, extraviándose a ratos por las calles de la urbanización. Hasta que, súbitamente, dos de las fuerzas convergieron al final de una calle que el recluso acababa de dejar atrás.

- Ahí está, agárrenlo, carajo. Y los escarabajos negros atendieron la orden, disgregándose lateralmente.
-Estoy perdido, coño –dijo el chico, quien ya se había percatado de la estrategia de búsqueda. Haciendo caso omiso a las voces de alto, trató de acelerar, ya casi sin fuerzas, su alocada carrera. Súbitamente escuchó el estallido seco de un disparo que le atravesó el pantalón de su pierna derecha. Aterrorizado y con el corazón en la boca, se fijó en el agujero y pensó que era hombre muerto; invocó desesperadamente a su patrona la Virgen del Carmen, y le pidió le diera fuerzas y mayor celeridad a sus ya extenuadas piernas. El miedo a ser alcanzado le proporcionó nuevas fuerzas y corrió, corrió, cruzó la calle y logró alcanzar la esquina. Entonces, vio una casa abandonada al final de la calle, pensó esconderse en ella y luego, salir por detrás y alcanzar la playa, pero en el momento que pasaba frente a la quinta, tropezó con la tupida enredadera de malangas amarillas que cubría la acera y cayó aturdido  hundiéndose entre las  apretadas enredaderas del jardín. Con el inesperado impacto, las malangas se abrieron y luego volvieron a extenderse, caprichosas, por las rotas aceras rumbo a las blancas playas.

De pronto sonaron varios disparos más y el humo lo dispersó la brisa marina. Luego de un silenció se oyó la voz atronadora del Guardia:
- ¿Dónde está el hombre, Sargento? Usted mismo le disparó.
- Lo vi caer, mi Comandante. Tiene que estar por aquí, por aquí mismito – dijo el policía señalando la vieja casa. Entremos, puede que esté escondido.
- Si, mi Comandante, aunque allí lo que debe haber son fantasmas dijo, miedoso, adentrándose en la maleza con algunos compañeros, pero no encontraron a nadie. Sólo algunas culebras. Y así lo reportaron.
- ¿Que no lo encontraron? -gritó el guardia- ¿Y entonces el carajo dónde se metió? Furioso y con el arma de reglamento en alto, el Comandante ordenó a los policías:
- Revisen el resto de la zona, también casa por casa, centímetro a centímetro. Que no quede un maldito lugar sin escudriñar. ¡Agarren al desgraciado, vivo o muerto, no joda!
Y así se hizo; se buscó en todas las quintas, en las playas, en las carreteras, en los botiquines y restaurantes del lugar, pero no se encontró al recluso por ninguna parte. Se reinició la búsqueda al día siguiente, continuó día tras día, semana tras semana, meses y meses; se prolongó año tras año, hasta que al fin, el expediente durmió el sueño eterno en una de las gavetas de los archivos de la Prisión de la Guardia Insular.






Ejercicio No. 1 del Taller Julio Cortázar
Dictado por Israel Centeno
Caracas, 27 de marzo de 2005

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