miércoles, 25 de abril de 2012

EN DIRECCION OPUESTA




Tomo rápidamente el metrobús en Santa Fe para dirigirme a la Plaza Venezuela, donde  pienso unirme a la Marcha de los Estudiantes en rechazo a la Reforma de la Constitución. Le indico al chofer mi destino, pero, para mi asombro,  éste toma la vía de Altamira, hacia el este, y no al oeste, que es donde se inicia la marcha.  Quizás ahora me tome un poco más de tiempo alcanzarla, porque  el tráfico es infernal; pero con el Metro, que  no enfrenta  los problemas de la superficie,  recuperaré el tiempo perdido. Luego de  estas reflexiones,  me siento detrás de una  joven pareja con sus niños.
Los observo. El hombre es moreno, de facciones regulares y ojos achinados. Las primeras señales de la madurez asoman en su cabeza. Supongo que no llegará a los 35 años. Ella es algo más joven que él;  tiene los  ojos también oblicuos, y una piel tan tersa como para hacerle propaganda a alguna crema facial. Lleva el cabello largo y teñido de rubio,  recogido con una gran  pinza. Me llama la atención el parecido de la niña, de unos seis años, con el padre; y el del chico, algo menor que la hermana, con la madre. Siempre me ha maravillado la sabia toma de decisiones  de la genética.
Los chicos, sentados frente a sus padres,  juegan, cantan  y ríen.  La muchachita lleva un lindo vestido morado con una flor amarilla estampada a la última moda. El pelo, crespo y alborotado, sujeto por un cintillo púrpura, salta travieso al ritmo de sus movimientos. La chica no abandona, para nada, ni su cartera ni su muñeca. El niño, con un impecable corte de pelo, viste  jeans azules y camisa verde. Ambos lucen  pulquérrimos por el momento.
Miro por la ventanilla  las apretadas y plomizas nubes. Me inquieta que vaya a llover durante la marcha, pero, al mismo tiempo me tranquiliza recordar que en experiencias anteriores el agua nunca fue obstáculo para el avance de las largas caminatas.
De pronto, el canto del muchachito llama mi atención. Se le une su hermana, y ambos interpretan una melodía, en la que, al finalizar con la frase “que se respete a los padres”, hacen una reverencia ante sus progenitores. Luego, la madre en un gesto sincronizado con  el de su hija, le limpia la nariz  cuando ella  le muestra los mocos. Los niños continúan jugando, parándose y sentándose sin cesar y alternándose entre ellos dirigir la diversión. En esta oportunidad le toca el turno al niñito, quien le dice a su hermanita:
   -Bueno, mira,  ahora juguemos a  que yo digo: “¡Uh, ah, Chávez no se va!”, y niego con mi dedo y tú dices, también al mismo tiempo, pero moviendo el dedo para arriba y para abajo,  “¡Uh, ah, Chávez sí se va!”.
El democrático juego me causa gracia; el padre sonríe, mientras la madre celebra con una carcajada la ocurrencia de su hijo. Los niños repetían alegres los consabidos estribillos, pero los interrumpen de pronto asustados por la presencia de los inseparables guardaespaldas de la lluvia: un repentino relámpago y un trueno descomunal. Los pequeños momentáneamente permanecen silenciosos, mientras observan tensos cómo la lluvia golpea con fuerza el vidrio de la ventanilla. Parecen admirar la violencia de la naturaleza. Entonces el metrobús - cuenta obligada del largo rosario automotor- se propara  frente a una obra en construcción. En ella tres palas mecánicas hacen su trabajo de movimiento de tierra coordinadamente. Esto llama la atención de los hermanos, quienes  ahora observan fascinados y con las caritas pegadas a la ventanilla,  los lentos, pero seguros desplazamientos de los “robots” con su pesada carga.
Mientras esto ocurre  noto extrañada que ninguno de los dos adultos  se ha dirigido la palabra durante todo el trayecto y deduzco que quizás estén disgustados. Veo la hora: las 11:45. La marcha ya debe ir lejos, me digo calculando en cuál estación del Metro debo bajarme para unirme a ella. Busco en la cartera un caramelo para distraer mi ansiedad. Veo la interminable cola parada, mientras los peatones cruzan rápidamente la calle. Vuelvo entonces a ver a mis vecinos y la incomunicación continúa: no cruzan ni siquiera una sola mirada. No se por qué imagino que la hipotética pelea podría haber tenido como protagonista a la infidelidad, pero no  precisamente por parte de la amorosa y atenta mamá.  Bueno, uno nunca sabe, pero no creo que pueda ser ella. Debe ser el marido, más bien. Bueno, eso es cosa de ellos, concluyo.
Arrecia la lluvia. Me cercioro de no haber olvidado mi paraguas. Miro otra vez mi reloj. Ya casi es mediodía. ¿Por dónde irá ya la marcha? Me bajaré en la estación de Colegio de Ingenieros. No, mejor en Bellas Artes. ¡Bueno, ya veré!  Afortunadamente, ya casi llegamos al terminal de pasajeros de Altamira.
Empieza a formarse la fila para salir. La gente se aglomera en las dos  puertas del bus, sacando sus respectivos paraguas. Yo también me levanto para hacer la cola y veo a la madre de los niños tomarlos firmemente de la mano, mientras se dirige presurosa hacia la puerta delantera. El padre, no obstante la prisa de su mujer, permanece todavía sentado. Entonces, cuando me dispongo a  salir por la puerta trasera, el joven bruscamente se pone de pie y se me adelanta. Pienso que  se apresura a bajar por esa puerta  para ganar tiempo y encontrarse luego con su familia en la estación cubierta del metrobús. Pero, una vez abajo, él corre, cubriéndose  la cabeza con la chaqueta, hacia la entrada del Metro. Mientras,  la mujer y los niños siguen su camino bajo el aguacero, perdiéndose entre una multitud de paraguas, justamente en dirección opuesta.



©Myriam Paúl Galindo - Caracas, 28.10.2007

Imagen tomada de Internet

EN OCASIONES VEMOS LA VIDA BAJO UNA MASCARA.



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